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Así trascurrió mi primera semana en la parroquia. Al terminar la misa de las seis de la tarde, y dirigiéndome hacia la residencia, observaba igual a todos los días, como varios esperaban para desahogar sus culpas. Algunos con cargas veniales, propias del estímulo diario que las pautas sociales propulsan cometer, otras que derivan de las debilidades humanas que no les permiten una verdadera libertad.
Entre todos aquellos, se presentaron Manuel y Lucía, una pareja de esposos quienes por separado acudieron a confesarse. Ella, una joven de apariencia fresca, agraciada físicamente por la naturaleza, a quien cualquier modisto vestiría adivinando sus medidas y apenas gastando unos pocos centímetros de tela. Confesó no haber asistido a misa la semana anterior e insultar a otros conductores. Aburrido.

Manuel, un joven con vestimenta clásica pero de evidente buen gusto y  preferencia por las marcas; al igual que Lucía, manifestó no haber acudido a misa, mentir ocasionalmente en su trabajo, pero su mayor preocupación la dejo percibir con la ansiedad de sus gestos y que a lo evidente decidí preguntar:
– ¿sucede algo más hijo?

No contestó inmediatamente. Mirando al techo y entrelazando sus manos, afirmo amar a su esposa; sin embargo, un "pero" extendió un poco más su confesión.

– Padre, hay una chica en mi oficina, compañera de trabajo, hermosa, de aquellas que inevitablemente las miradas hipnotiza, esas que sin tocarlas exacerban toda percepción y afloran los instintos que nublan la razón...
Debí interrumpir su apasionada descripción, ya que estaba trasmitiéndome su evidente exaltación, al solo imaginar el objeto de su problema. Pero para permitirle continuar su confesión, proseguí preguntándole: 

– Manuel, ¿ha pasado algo más allá de esa simple contemplación?

– Si Padre, le he sido infiel a mi esposa, no pude evitarlo. Ha pasado varias veces padre, y la culpa al volver a mi casa me agobia, pero no he podido resistirme una y otra vez. 

–Hijo, la misericordia de Dios es infinita ante el verdadero arrepentimiento y si verdaderamente es lo que te trae a confesarte, serás perdonado.
Así, con evidente desesperanza, luego de imponerle su penitencia salió de la oficina a encontrarse con su pareja.
En la celebración dominical siguiente, la joven pareja se encontraba presente; sin embargo, Manuel, a diferencia de Lucía, no acudió a comulgar. Indudablemente intuí el porqué de su abstención.

Al terminar la misa, decidí acercarme y discretamente luego de saludarlos, me dirigí a Manuel para preguntarle:
– Manuel, tu que conoces el vecindario, ¿podrías acompañarme a la oficina para ayudarme con ciertas indicaciones? 

Sin dejarlo responder, Lucia le conminó a seguirme y a prestarme toda la ayuda posible.
Manuel no tuvo oportunidad para negarse. Ya en el interior de las instalaciones, le pregunté:
– Hijo, ¿hay algo de lo que quisieras hablarme?

– Padre, me siento sin derecho a confesarme. He vuelto a caer. No puedo resistirme a esa mujer. Solo al verla me ahogo y tengo que acercarme para respirarla, una sensación como el hambre que solo mis labios sobre ella puede saciar...

– Basta hijo, no puedes continuar, empiezo a dudar del amor que dices sentir por Lucia.

– ¡No Padre!, Lucía es el amor de mi vida. Estar a su lado me hace apreciar lo hermoso de la vida, como observar un paisaje maravilloso, de los que no puedes creer que existen...ayúdeme padre. Ante su amor confeso, consentí en ayudarle. Le pedí la dirección de su trabajo y le advertí que me presentaría en su oficina en la mañana siguiente.

Tal y como dije, a primera hora del día, me encontraba en las oficinas donde Manuel trabaja como ingeniero consultor para una compañía constructora.
Manuel al distinguir mi presencia, me invito a su oficina personal. Inmediatamente, con una llamada solicito dos cafés.

CONFESIÓN (de Jesús Montiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora