Capitulo 2 - El cinto de oro

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Siempre me gustaron las tramas donde el antagonista cumple un papel determinante para el nudo y el desenlace de una historia. Cuando uno de los personajes comienza siendo villano y termina como héroe. Al comienzo lo odiamos. Lo detestamos con todas nuestras fuerzas. Y luego con el paso del tiempo lo comprendemos. Lo aceptamos y al final no logramos imaginarnos el cuento sin su presencia. Bueno, esta es una de esas historias. 

Yo tuve seis años. Relucía entre los demás niños por mí desobediencia y curiosidad. Por otro lado mi abuela era una mujer de muy pocas reglas. Por no decir ninguna. Le encantaba el rol de nana y se lo tomaba muy a pecho. La gente le decidía que su gran problema era quererme demasiado pues tanto amor le impedía corregirme como era debido. Mi abuela sin embargo les corregía diciendo que querer demasiado no podría ser nunca un problema. Esa dulzura en sus pensamientos combinados con el aire a Peter Pan que la envolvía, la convertían en un personaje entrañable. En alguien a quien uno deseaba visitar constantemente. Quizás por eso todos los niños del barrio, incluyéndome, acudimos a ella en search de su compañía. Muchas veces sin siquiera saber el motivo. Hamelín. Los mejores amigos de mi abuela fueron niños y con certeza puedo decir que ella fue para todos ellos una amiga fiel hasta el final.

Ningún día en mi niñez pasó desapercibido. Cada sol trajo algo nuevo y novedoso. Algunas mañanas el patio de mi casa se poblaba de niños y jugamos todos juntos. Abuela hizo pelotas de trapo a falta de cuero y chutábamos hasta donde aguantaba la costura. Con su máquina de coser inventaba trajes y nos disfrazábamos de astronautas, marcianos o superhéroes. Si el calor atacaba, abuela desenrollaba la manguera y sin importar el mes ni la estación y el invierno, otoño, verano o primavera daba igual. Ese día se convertía en carnaval. El tronco del mango que se alzaba en el patio servía de tambo y como abuela era la única de entre todos que sabíamos contar hasta cien se tapaba los ojos y empezaba la cuenta mientras nos escondíamos. Así también había días completamente distintos. Donde solo éramos mi abuela y yo. En esas ocasiones nos sentíamos en la vereda a ver pasar el día. Disfrutando de la diversión escondida en el silencio. Ella me hablaba de su pasado. Me contaba anécdotas de trenes y despedidas. Luego para no contagiarme la nostalgia sonreía diciendo:

-Gracias a que pase todas esas tristezas, la vida me trajo un regalo. Te trajo a vos papito, mi felicidad. - ¡Ay abuela! Ojala solo estuviéramos jugando a las escondidas.

Pero los mejores días eran por lejos esos donde el aburrimiento amenazaba con atacarnos. Cuando las costuras de las pelotas de trapo aguantaban muy poco. Cuando jugar al carnaval ya sonaba una idea aguada. Cuando no tenía energías para buscar un lugar donde esconderse ni paciencia para esperar a que abuela contara hasta cien. Para esas ocasiones ella tiene que hacer uso de su espada más afilada y era así que desenfundaba su imaginación para protegerme del aburrimiento. Hasta hoy guardo en mi corazón un sinfín de juegos que ella inventó con la intención de que no sintiera el paso del tiempo. 

Los juegos de su autoridad siempre tenían las mismas dos reglas. La primera era la más difícil de todas, no difícil llorar si perdía. La segunda era simple el juego se terminaba cuando mi mamá llegaba a la casa. Ninguna aventura está completa sin un villano. Sin un personaje vil que sea difícil de enfrentar y aún más difícil de vencer. En nuestras historias fantásticas ese personaje lo encarnaba mi mamá. Mi abuela siempre cuidaba cada detalle cuando mamá estaba cerca y marcharse marcaba perímetros en la casa con hilo de crochet para mostrarme los sitios prohibidos y donde nacían los prados del país de nunca donde estaba permitido saltar, correr y volar. Nuestra casa no era la gran cosa. Dos habitaciones, un pasillo ancho y un patio enorme. Y así era hermosa. El pasillo y el patio eran de libre circulación. Ahora bien, una de las habitaciones siempre permanecía cerrada y si no era así, entonces la entrada estaba rodeada de hilo de crochet. Zona prohibida. Esa habitación le correspondeía a mi mamá. Ahí descansaba ella y también se sentían uno de sus objetos más preciados. En el último cajón de su cuerda, bien en el fondo donde no llegaba ni por casualidad la luz del sol. Dormía enrollado su cinto de oro con forma de serpiente.

LAS BITÁCORAS DEL HOMBRE BALADonde viven las historias. Descúbrelo ahora