Capítulo 1: •Él es Bush y yo, su mini-Afganistán•

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El lunes por la mañana, cuando mi padre me lleva al instituto, lo primero que hago es subirme la capucha de la chaqueta. Es una reminiscencia de los días de _____ la Obesa; me va tan holgada que, si me descuido, desaparezco en ella. Hoy mi objetivo es ser tan invisible como me sea posible, ¿y qué mejor forma de
conseguirlo que llevando algo que «mi nuevo yo» no tocaría ni con un palo? Un saco de patatas me quedaría mejor.
Mi padre me mira extrañado mientras me alejo del coche caminando de
puntillas. Luego ya tendré tiempo de explicarle que estoy intentando conservar la vida. Cuando por fin desaparece calle abajo, yo aprieto el paso, todavía de puntillas, imitando a la protagonista de una peli mala de espías, y me pierdo entre la multitud. De momento, todo va bien. El plan es coger los libros de la taquilla lo
más rápidamente posible, porque hoy ese va a ser el único sitio donde alguien pueda reconocerme. La estrategia también implica sentarse en la última fila de
clase y pasar tan desapercibida como una pulga a lomos de un yorkshire terrier. Es curioso lo fácil que es pensar como James Bond cuando tu vida corre peligro.
Quizá estés pensando que exagero y que ni siquiera sé si Christopher vendrá hoy al instituto, pero lo cierto es que lo conozco lo suficiente como para esperarme alguna de las suyas. Atacará cuando sepa que estoy con la guardia baja y eso, amigos míos, os aseguro que no va a pasar.
— _____.
¡Mi plan hecho añicos! Cierro los ojos y echo a andar hacia clase, casualmente en dirección opuesta a la persona que intenta cargarse ese plan que tanto me ha costado urdir.
—¡_____, espera!
Sigo andando sin dejar de mirar a los lados, esperando que Christopher no
aparezca a la vuelta de una esquina con una pistola de pintura en la mano. El muy ladino... Qué pasa, que ahora tiene esbirros a su servicio, ¿no?
Como puedes ver, la paranoia no me sienta especialmente bien.
Aprieto el paso cuanto puedo, pero no es suficiente. Una mano me sujeta
por el hombro y yo abro la boca para gritar, pero entonces mis ojos se posan en la pulsera que adorna la muñeca de mi perseguidor y suspiro aliviada. Resulta que la propietaria de la pulsera, lila y con unas cuentas con letras de color rosa en las que
se puede leer M-E-G-A-N, es mi mejor amiga. Puedo estar segura de que no pretende hacerme daño físico; bueno, al menos no a propósito.
—¿Por qué... —pregunta haciendo una pausa para coger aire— vas... —y coge aire de nuevo— tan rápido?
Jadea como si en lugar de perseguirme por el pasillo del instituto acabara de correr un maratón, pero he de decir en su defensa que es aún más nerd que yo y que el deporte es un concepto desconocido para ella.
—Vamos a clase y te lo explico —le digo cogiéndola del brazo y tirando de ella antes de que empiece a llamar la atención.
—Eh, aquí huele a cotilleo —replica ella frotándose las manos como una
loca mientras sus ojos verdes brillan de la emoción.
Esta es Megan Sharp, una de mis mejores amigas pos-Nicole. Nos unió el odio a la química y a tener que quedarnos hasta tarde en la biblioteca. Megan es una estudiante de matrícula y su destino es la universidad de sus sueños,
Princeton. En su tiempo libre no hay nada que le guste más que saberlo todo de todo el mundo, por poco fiable que sea la fuente. Es una chica despampanante, con el pelo caoba y una complexión perfecta. Parece una muñeca de porcelana. Yo le
envidio su capacidad para ser pequeña y delicada, todo lo contrario que yo.
Entramos en clase y, como siempre, la señorita Sanchez está durmiendo en
su silla mientras alrededor de su cabeza planea una escuadrilla de aviones de papel. Megan y yo localizamos a Beth, nuestra otra mejor amiga, que está sentada
junto a la ventana, escribiendo como una loca en una libreta, y nos dirigimos hacia ella.
—¡Eh, Beth!
Doy un salto al oír la voz estridente de Megan, pero es imposible que sea
más discreta. Sus saludos matutinos a pleno pulmón son una filosofía de vida para ella. Beth no levanta la mirada y me doy cuenta de que está en uno de sus momentos «estoy escribiendo una canción, si te acercas te mato», así que aparto a Megan de ella y las dos nos sentamos en silencio.
Beth Romano es mi otra mejor amiga pos-Nicole. Llegó al instituto en
segundo, así que no conoció a _____ la Obesa, aunque sí ha sido testigo del
martirio al que me somete Nicole. Decir que no soporta a los abusones es quedarse corta. Si me dieran un centavo por cada vez que he tenido que impedir que le diera un puñetazo a Nicole, podría irme a vivir a Tombuctú. Tiene ese estilo de rockera chic, con medias de rejilla y camisetas de grupos de música, además de la imprescindible chupa de cuero. Su pelo negro y sus penetrantes ojos azules refuerzan la intensidad que desprende.
Puede que a los demás su aspecto les resulte intimidante, pero no hay mejor amiga que ella.
—Bueno, ¿vas a decirme por qué huías de mí como si acabaras de matar a alguien, o por qué vas vestida... así?
Me mira de arriba abajo y yo intento no ofenderme. He vestido así buena
parte de mi vida y entonces a nadie le suponía un problema.
—¿No lo sabes?
Por lo visto, eso es lo peor que le puedes decir a alguien que se alimenta de
cotilleos. Su expresión cambia y me mira, como una loca.
—¿Qué? ¿Qué es lo que no sé?
—Christopher Vélez ha vuelto.
Trago saliva y se hace el silencio, un silencio incómodo y yo sé por qué. La sorpresa que transforma el rostro de Megan apenas dura diez segundos, momento en el que se convierte en compasión.
—Lo siento —me dice con tono solemne, poniendo su mano sobre la mía.
—Creo que no acabo de ver el problema. ¿Por qué te da tanto miedo el tal Christopher? —pregunta Beth mientras le da un mordisco a su hamburguesa de queso.
Su rostro se contrae en una mueca y escupe lo que tiene en la boca. Dos años en el instituto y aún no sabe lo mala que es la comida. Nos hemos sentado en la esquina más alejada que he podido encontrar en toda la cafetería. Por sorprendente que parezca, he conseguido llegar viva a la hora de la comida.
Megan me corta antes de que pueda abrir la boca.
—Christopher es el bully de _____.  —explica con toda naturalidad.
Antes de que pueda corregir a Megan, a Beth se le salen los ojos de las
cuencas.
—No es mi bully. Solo es alguien diseñado específicamente para torturarme —digo yo con una naturalidad escalofriante.
—No será para tanto.
Beth se encoge de hombros y rebusca en su mochila hasta que encuentra
una bolsa de patatas medio vacía, abierta y cerrada repetidas veces.
—Sí, no será para tanto. ¿Sabes qué es grave de verdad? Quedarse sin
chocolate y sin Ryan Gosling a media semana, Beth. Christopher y su reino del terror merecen un título aparte.
Megan se me ha adelantado otra vez. ¿Hola? Que estamos hablando de mi
bully.
—¿Está bueno? —pregunta Beth sonriendo socarrona.
Pasan unos segundos hasta que registro la pregunta, tiempo que aprovecho para quitarme el cuchillo de la espalda. ¿Qué importa si está bueno? Un monstruo es un monstruo, por muy bueno que esté.
—¡Cariño, ese chico deja a la altura del betún hasta al mismísimo David de Miguel Ángel! —se adelanta Megan y suspira. Le pego en el brazo y ella me mira, indignada—. Pero es verdad, está bueno.
Ojalá no fuera verdad.
La última hora de clase llega sin que me haya cruzado con los gemelos
diabólicos, Nicole y Christopher, pero básicamente es porque Nicole lleva todo el día con el grupo de baile. Por desgracia, ahora toca educación física y aunque ahora estoy mucho más a gusto con mi cuerpo, a  _____ la Obesa que llevo dentro aún le cuesta ponerse pantalones cortos y desfilar frente a un grupo de chicos
adolescentes que se mueren por expresar su opinión.
Pero tengo que hacerlo de todos modos porque esto es el instituto y
educación física es una de las torturas obligatorias a las que nos someten, solo superada por la carne misteriosa que sirven los lunes en la cafetería. Oigo el timbre que anuncia que la última hora de clase va a empezar y bajo la guardia por un momento. Al parecer, Christopher no ha venido y tampoco he visto a Nicole, así que no me puedo quejar. Demasiado pronto, lo he pensado demasiado pronto. Me
maldigo en silencio y me muerdo la lengua cuando de pronto oigo su voz.
—Hola, Obesa.
Aprieto los dientes y muto la expresión de la cara para aparentar
neutralidad. Estamos en el vestuario. Me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con el demonio personificado.
—Nicole —le digo registrando su presencia.
Ahí está, con su ropa de baile amarilla y lila que se reduce básicamente a
una raquítica falda y una camiseta aún más raquítica si cabe. Lleva el pelo largo y oscuro recogido en una coleta alta que destaca aún más los rasgos de su cara. Tiene la piel inmaculada, como siempre, de un color caramelo absolutamente perfecto.
La combinación de colores hace que destaque aún más el castaño de sus ojos y lleva brillo en los labios. Mi ex amiga es despampanante y lo sabe. Su ascendencia latina la hace destacar sobre la palidez y el pelo claro de la mayoría.
Lo que no entiendo es cómo consigue estar tan guapa después de pasarse el día en el gimnasio.
—Veo que aún no has empezado con los ejercicios que te dije para reducir caderas.
Vale, búrlate de mí y de mi trasero inmenso (presuntamente).
—Como parece que a ti no te han funcionado, he pensado que sería una pérdida de tiempo.

I will hate you until I love you (Vélez, Tn, Pimentel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora