Primer capítulo

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Al terminar el ruido, mi madre tocó la puerta del cuarto de baño.

— Hija, ¿te encuentras bien? —decía mientras se escuchaba cómo tocaba el pomo ligeramente para así dar signos de que ella se encontraba bien, pues era un código que nos habíamos inventado.

— Sí, mamá. En cuanto lo escuché me tapé los oídos, como tú me enseñaste.

—Me alegro, peque —dejó un corto silencio mientras yo me miraba al espejo, luego siguió—. Venga, puedes salir un rato al patio.

Salir en estos momentos al patio de tu casa o simplemente poder acercarte a alguna ventana era oro para todo aquel que aún hubiera sobrevivido, pues la sirena desprevenido te podía hacer un choque en los tímpanos por el que morirías desangrado estando tranquilamente en tu casa. Es verdad que los cristales fueron reparados después del desastre que hubo, pero aún así fueran hechos con un cristal insonorizado o si fueran tapiados, la sirena seguiría sonando como si de una alarma para sordos se tratara.

Salí del cuarto de baño y me acerqué a una fotografía -por el escándalo que la alarma hizo varios objetos se cayeron haciendo que quedaran añicos- y vi el retrato. Se trataba de mi abuela con sus dos hijos, mi madre y mi tío, ellos vivieron años buenos -dentro de lo que cabe, ya que por suerte no crecieron en una sociedad casi corrompida por el accidente del 6 de Julio-.

— Corazón, por favor, pon la mesa en el patio, hoy se explicó que no sonará ninguna sirena más —me anunció mi madre.

***

Puse la mesa tal cual me dijo, la preparé y para celebrar que no sonaría nada más hoy, comimos una receta que usaba mi abuela en antaño. Hablamos por un tiempo en el diminuto lugar abierto y después lavé los platos cuando llamaron al timbre.

— Buenos días, —dije mientras secaba mis manos— ¿esta vez trajo lo que mi madre pidió?

— Claro que sí, aquí lo tiene —respondía la niña pecosa de ojos almendrados, con esa sonrisa resplandeciente y llena de energía aún cuando el mundo se estaba por terminar. Llevaba su vestido rojo favorito y la gorra de cartero que le sentaba tan bien—. Te quería preguntar si te apetecería quedar algún día de estos, como una cita o algo así.

— ¿Algún día de estos? —preguntaba con una sonrisa, mientras por dentro estaba apenada— Claro, me parece perfecto.

La niña pecosa salía dando pequeños saltitos, como si tuviera unos 8 años, cuando en verdad tenía 16 y sus estudios se hundían en la ruina, como la de los demás estudiantes que sobrevivían a duras penas.

Al cerrar la puerta, dejé inmediatamente el paquete en una mesa próxima y me acerqué a mi madre para darle la noticia.

— Esta vez sí trajeron tu paquete, te lo dejé cerca de la puerta.

Mi madre miraba hacia la televisión apagada, luego, se escucharon unos sollozos cuando ella me llamó para sentarme a su lado con unos ligeros toques en el sofá.

— ¿Está todo bien, mamá? —dije mientras intentaba mirarla a la cara.

— Lo siento, –interrumpió ella— siento que tengas que pasar esto. Yo sabía que esconderte iba a ser malo para las dos. Hago lo que puedo, hija, lo juro.

— Lo sé, ¿pero porqué estás así? —contesté mientras ponía mi mano sobre la suya.

— ¿Te acuerdas de aquella canción? La canción que cantabamos...

Mi madre se levantó y caminó hacia un reproductor de música que iba con vinilo, insertó uno de los discos de aquél grupo que tanto nos gustaba cantar junto a mi padre...él fue afortunado de fallecer antes de todo esto.
La canción comenzaba con una melodía tranquila que poco a poco aumentaba, de un momento a otro, se escuchó una suave voz que cantaba "When you try your best, but you don't succeed". Esa canción era la favorita de él, esa era su canción.

...Stuck in reverse... —cantó suavemente ella, mientras acariciaba mi mano. Esa melodía, esa letra, y ese maldito grupo nos había afectado tanto por la pérdida de nuestro ser querido...que podría ser -y no sabríamos hasta cuándo- que nunca lo pudiéramos volver a disfrutar alegremente.

***

Mónica, una de las únicas amigas que me habían quedado, decidió pasar por mi casa en cuanto escuchó la noticia de la alarma.

Ella estaba acostada mirando su cuerpo hacia el techo, sus cabellos rubios y lacios caían por la cama, justo al lado de donde yo estaba sentada.

— Oh claro que sí, yo ahora seré como el infierno —se levantó de golpe quedándose sentada, me miró e hizo como que apuntaba algo imaginario—. ¡Hola, encantada! Soy guardiana de las puertas al inframundo, déjeme ver su expediente para localizarla en una de nuestra áreas.

Reí en bajo mientras la veía.

— Ajá...sí, sí... —abrió los ojos sorprendida y me mostró la palma de su mano—. ¡Oh, por el diablo! ¡Usted tiene muchos pecados!

Dejé de reír para mirarla seria, ella sonrió malévolamente.

— Es broma, tranquila —se volvió a tumbar en mi cama, otra vez en la postura inicial—. Sé que fueron muy pocos tus pecados, santa.

— ¿Santa Claus? —dije irónica.

Mónica levantó su dedo índice hacia el techo— Lagartija.

La palabra Lagartija era nuestro código de que una de las dos -o posiblemente otra persona- había hecho un chiste muy malo. A veces hacíamos caso al código Lagartija y no volvíamos a repetir ese chiste, y otras veces no le tomábamos importancia porque para nosotras mismas había sido un chiste demasiado malo, pero que hacía reír.

Hice una cerradura con mi boca mientras ella me miraba de reojo, entonces carcajeó.

— De acuerdo. ¿Qué podríamos hacer en esta tarde de post-Apocalipsis?

Ella me miró divertida— Cuéntame cómo te está yendo con tu Julieta.

Mis mejillas se volvieron de un tono rosado. Mónica lo sabía, mi madre seguramente lo sabía, y, qué diablos, yo misma sabía que la cartera de 16 años me gustaba.

No respondí, por lo que ella volvió a insistir— Cómo te está yendo con la cartera.

Miré al suelo, intentando buscar información que pudiera darme las tablas de madera color claro. Levanté la vista cuando creí tener una respuesta en mente y vi sus ojos. Eran de un negro chocante, como si quisieran transmitir que lo que fuera a decir debía estar totalmente planeado, sino, no se lo creería.

— Bien, bastante bien.

Ella sonrió— ¿Hay avances? —negué, haciendo que ella esta vez frunciera su ceño. Iba a decir algo, ella sabía que yo pondría excusas, por lo que me interrumpió mentalmente—. Ya debe ser la hora, me tendré que ir.

Mónica se levantó de golpe, provocándome un mareo de tan solo verla. Se puso sus zapatillas grises y comenzó a caminar hacia la puerta, yo la acompañé vagamente hasta estar en la principal. El adorno de las navidades pasadas seguía allí, en la puerta blanca.

— ¿Algún día lo sacarás? —dijo entre risas ahogadas, como si quisiera reprimir todo sentimiento de felicidad. Algo que, sin poder notarlo al instante, me rompió un poco.

— Me gusta tenerlo ahí, me recuerda que lo que más quiero sigue en pie —Mónica me miró extrañada.

— De acuerdo, Edgar Allan Poe —respondió irónica.

Editado por: Ministerio Internacional
de Ayuda Contra Catástrofes
Sociopolíticas

La historia sin nombreWhere stories live. Discover now