Cuando Matthew abrió la puerta, Marilla se dirigió hacia ellos
alegremente. Pero cuando sus ojos tropezaron con la desaliñada figurita, de
largas trenzas rojizas y anhelantes y luminosos ojos, se detuvo asombrada.
—Matthew, ¿qué es esto? —exclamó—. ¿Dónde está el chico?
—No había ningún chico —dijo Matthew apenado—. Todo lo que había
era ella.
Señaló a la niña con la cabeza, cayendo en la cuenta de que ni siquiera
había preguntado su nombre —¡No es un muchacho! Pero debía haber habido un muchacho —insistió
Marilla—. Le mandamos decir a la señora Spencer que trajera un muchacho.
—Bueno, pues no lo hizo. La trajo a ella. Le pregunté al jefe de estación. Y
tuve que traérmela a casa. No podía quedarse allí, sea cual fuere la
equivocación.
—¡Vaya, pues sí que hemos hecho un buen negocio! —exclamó Marilla.
Durante este diálogo la niña había permanecido en silencio, moviendo sus
ojos del uno al otro sin muestra de admiración en su rostro. Repentinamente,
pareció captar todo el significado de lo que se había dicho. Dejando su
preciada maleta, dio un paso hacia delante y juntó sus manos.
—¡No me quieren! —gritó—. ¡No me quieren porque no soy un chico!
Debí haberlo esperado. Nunca me quiso nadie. Debí haber comprendido que
todo era demasiado hermoso para que durara. Debí haber comprendido que
nadie me quiere en realidad. Oh, ¿qué puedo hacer? ¡Voy a echarme a llorar!
Y lo hizo. Sentándose en una silla junto a la mesa, puso los brazos sobre
ésta y escondiendo la cara entre ellos, comenzó a llorar estrepitosamente.
Marilla y Matthew se dirigieron sendas miradas de reproche. Ninguno de los
dos sabía qué hacer o decir. Finalmente Marilla se decidió a actuar.
—Bueno, no hay necesidad de llorar así.
—¡Sí, hay necesidad! —La niña levantó rápidamente la cabeza, dejando
ver su rostro lleno de lágrimas y sus labios temblorosos—. También usted
lloraría si fuera una huérfana y hubiera venido a un sitio que creía iba a ser su
hogar para encontrarse con que no la quieren porque no es un chico. ¡Oh, esto
es lo más trágico que me ha sucedido!
Lo que parecía una sonrisa algo torpe por falta de práctica, suavizó el torvo
semblante de Marilla.
—Bueno, no llores más. No vamos a dejarte fuera esta noche. Tendrás que
quedarte aquí hasta que investiguemos este asunto. ¿Cómo te llamas?
La niña vaciló un momento.
—Por favor, ¿pueden llamarme Cordelia? —dijo ansiosamente.
—¡Llamarte Cordelia! ¿Es ése tu nombre?
—No-o-o, no es exactamente mi nombre, pero me encantaría llamarme así.
Es un nombre tan elegante…
—No entiendo nada de lo que estás diciendo. Si no te llamas Cordelia,
¿cuál es tu nombre?
—Ana Shirley —balbuceó de mala gana—, pero, por favor, llámeme Cordelia. No puede importarle mucho cómo tiene que llamarme, si voy a estar
aquí poco tiempo, ¿no es cierto? Y Ana es un nombre tan poco romántico.
—¡Disparates novelescos! —dijo la desconsiderada Marilla—. Ana es un
nombre realmente bien sencillo y sensato. No tienes por qué avergonzarte de
él.
—Oh, no, no me avergüenzo —explicó Ana—, sólo que me gusta más
Cordelia. Siempre he imaginado que mi nombre era Cordelia… por lo menos
durante los últimos años. Cuando era joven, imaginaba llamarme Geraldine,
pero ahora me gusta más Cordelia. De cualquier modo, si quiere llamarme
Ana, hágalo.
—Muy bien, entonces, Ana, ¿quieres explicarnos cómo se ha producido
esta confusión? Nosotros le mandamos decir a la señora Spencer que nos
trajera un muchacho. ¿No había niños en el asilo?
—Oh, sí, sí, muchísimos. Pero la señora Spencer dijo claramente que
ustedes querían una niña de unos once años. Y la directora pensó en mí. No
pueden imaginarse lo encantada que estaba yo. No pude dormir durante toda la
noche por la alegría. Oh —agregó con reproche volviéndose hacia Matthew—,
¿por qué no me dijo en la estación que no me querían, y me dejó allí mismo?
Si no hubiese visto el Blanco Camino Encantado y el Lago de las Aguas
Refulgentes, no me resultaría tan penoso.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Marilla a Matthew.
—Ella… ella se está refiriendo a una conversación que tuvimos en el
camino —dijo Matthew precipitadamente—. Salgo a guardar la yegua,
Marilla. Tenme el té preparado para cuando regrese.
—¿Llevaba la señora Spencer a alguien más, aparte de ti? —continuó
Marilla cuando Matthew hubo salido.
—A Lily Jones. Lily tiene sólo cinco años y es muy guapa. Tiene el pelo
castaño. Si yo fuera tan guapa y tuviera el pelo castaño, ¿me dejaría quedar?
—No, queremos un muchacho para que ayude a Matthew en la granja. Una
niña no nos sería útil. Quítate el sombrero. Lo pondré junto con la maleta
sobre la mesa del vestíbulo.
Ana se quitó el sombrero humildemente. En seguida regresó Matthew y se
sentaron a cenar. Pero Ana no podía comer. En vano mordisqueaba el pan
untado con mantequilla y picoteaba las manzanas agrias en almíbar.
—No comes nada —dijo Marilla toscamente, mirándola como si esto fuera
una falta grave. Ana suspiró.
—No puedo. Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación.¿Puede usted comer cuando se encuentra en los abismos de la desesperación?
—Nunca estuve en los abismos de la desesperación, de modo que no puedo
decirlo —respondió Marilla.
—¿No? Bueno, ¿ha tratado alguna vez de imaginárselo?
—No.
—Entonces no creo que pueda comprender cómo es. Ciertamente, es una
sensación muy desagradable. Cuando uno trata de comer, se forma un nudo en
la garganta y no se puede tragar nada, ni siquiera un caramelo de chocolate.
Una vez, hace dos años, comí un caramelo de chocolate, y me pareció
delicioso. Desde entonces sueño muy a menudo que tengo montones de
caramelos de chocolate, pero siempre me despierto justo en el momento en
que voy a comerlos. Espero que no se sienta ofendida porque no puedo comer.
Todo está extremadamente bueno, pero así no puedo comer.
—Sospecho que está cansada —dijo Matthew, quien no había hablado
desde que regresara del establo—. Mejor será que la acuestes, Marilla.
Marilla había estado pensando dónde dormiría Ana. Tenía preparado un
canapé en la cocina destinado al deseado niño que esperaban. Pero aunque
estaba limpio y pulcro, no parecía el lugar más apropiado para una niña. No se
podía pensar en el cuarto de huéspedes para una niña desamparada, de manera
que sólo quedaba la buhardilla del lado este. Marilla encendió una vela e
indicó a Ana que la siguiera, lo que ésta hizo sin ningún entusiasmo. Al pasar
junto a la mesa del vestíbulo recogió su sombrero y su maletín. El vestíbulo
hacía gala de una limpieza que intimidaba y el pequeño cuarto en el que se
encontró repentinamente le pareció a Ana más limpio aún.
Marilla colocó la vela sobre una mesa triangular de tres patas y apartó las
frazadas.
—¿Tienes un camisón? —preguntó. Ana asintió.
—Sí, tengo dos. Me los hizo la directora del asilo. Son terriblemente
cortos. Nunca alcanza nada en el asilo, todo es escaso, por lo menos en un
asilo pobre como es el nuestro. Odio los camisones cortos. Pero se puede
soñar tan bien con ellos como con esos otros maravillosos que llegan hasta los
pies y tienen volantes alrededor del cuello; es el único consuelo.
—Bueno, desvístete lo más rápidamente posible y métete en la cama.
Dentro de unos minutos regresaré a buscar la vela. No me atrevo a confiar en
que la apagues por ti misma. Eres capaz de prender fuego a la casa.
Cuando Marilla se hubo retirado, Ana miró pensativamente en derredor.
Las paredes blanqueadas resultaban 'tan penosamente desnudas y llamativas
que Ana pensó que debían sufrir por su propia desnudez. El suelo también se encontraba desnudo, excepto el centro, cubierto por un felpudo redondo
acordonado. En un rincón estaba el lecho, alto y antiguo, con cuatro oscuros
postes torneados. En la otra esquina se hallaba la ya citada mesa triangular
adornada con un grueso acerico de terciopelo rojo, lo suficientemente fuerte
como para doblar la punta del más arriesgado alfiler. Sobre éste colgaba un
pequeño espejo. A mitad de camino entre la cama y la mesa se hallaba la
ventana, cubierta con una cortina de muselina blanca, y frente a ella se
encontraba el lavabo. Toda la habitación era de una austeridad imposible de
describir con palabras, pero que hacía estremecer a Ana hasta los huesos. Con
un sollozo se despojó apresuradamente de sus vestidos, se puso el corto
camisón y se metió en el lecho apretando la cara contra la almohada y
cubriéndose la cabeza con las sábanas. Cuando Marilla regresó en busca de la
luz, sólo unas mezquinas ropas de vestir desparramadas por el suelo y un bulto
en el lecho indicaban que había alguien en el cuarto.
Con circunspección recogió las ropas de Ana, colocándolas
cuidadosamente sobre una silla amarilla, y luego, cogiendo la vela, se volvió
hacia el lecho.
—Buenas noches —dijo algo torpe, aunque gentilmente. El rostro pálido
de Ana y sus grandes ojos aparecieron entre las sábanas con alarmante
rapidez.
—¿Cómo puede usted llamar a ésta una noche buena cuando sabe que será
la peor noche que pasaré en toda mi vida? —dijo con reproche. Luego se
ocultó otra vez entre las sábanas.
Marilla bajó lentamente a la cocina y se puso a lavar los platos de la cena.
Matthew fumaba, síntoma evidente de que estaba preocupado. Fumaba muy
rara vez, pues Marilla lo consideraba un hábito pernicioso, pero en ciertas
ocasiones y temporadas se sentía arrastrado a él, y entonces Marilla hacía la
vista gorda, comprendiendo que debía tener un desahogo para sus emociones.
—Bueno, bonito atolladero —dijo airadamente—. Esto nos pasa por
mandar decir las cosas en vez de ir nosotros mismos. De cualquier modo, los
parientes de Robert Spencer han equivocado el mensaje. Uno de nosotros
tendrá que ir a ver a la señora Spencer mañana; eso seguro. Esa niña debe ser
enviada de vuelta al asilo.
—Sí, supongo que sí —respondió Matthew de mala gana.
—¡Supones que sí! ¿No estás seguro?
—Bueno… después de todo, es una linda chiquilla, Marilla. Es una pena
enviarla de vuelta cuando parece tan ansiosa por quedarse aquí.
—¡Matthew Cuthbert, no querrás decir que debemos dejar que se quede aquí con nosotros!
El asombro de Marilla no hubiera sido mayor de haber afirmado Matthew
que prefería hacer el pino.
—Bueno, no. Supongo que no… no exactamente —tartamudeó Matthew
viéndose acorralado—. Supongo… que no podemos quedarnos con ella.
—Claro que no. ¿Qué beneficio nos reportaría?
—Podríamos reportárselo nosotros a ella —dijo Matthew repentina e
inesperadamente.
—¡Matthew Cuthbert, creo que esa chiquilla te ha embrujado! ¡Se ve a las
claras que quieres quedarte con ella!
—Bueno, es una niña realmente interesante —insistió Matthew—. Tenías
que haberla oído hablar cuando volvíamos de la estación.
—Oh sí, para hablar es muy rápida. Lo vi de inmediato. Lo cual no dice
nada a su favor. No me gustan las chicas que hablan mucho. No quiero una
huérfana, y si la quisiera, ésta no es del estilo de la que elegiría. Hay algo que
no puedo entender en ella. No; debe ser devuelta directamente al lugar de
donde vino.
—Puedo emplear a un muchacho francés para que me ayude, y ella sería
una compañía para ti.
—No deseo compañía alguna —dijo Marilla prestamente—. Y no voy a
quedarme con ella.
—Bueno, se hará como tú dices, por supuesto, Marilla —dijo Matthew
incorporándose y guardando su pipa—. Me voy a dormir.
Y a dormir se fue Matthew. Y cuando hubo terminado con los platos, a
dormir se fue Marilla, con el ceño resueltamente fruncido. Y arriba, bajo el
tejado del este, una solitaria y desamparada criatura lloró hasta ser vencida por
el sueño.