CAPÍTULO DIEZ Ana pide perdón

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Marilla nada dijo a Matthew del episodio de aquella tarde, pero como Ana
no había dado su brazo a torcer, a la mañana siguiente debió dar una
explicación de su ausencia en la mesa. Relató todo a su hermano, teniendo
cuidado de destacar la enormidad de la conducta de la niña.
—Ha estado bien que alguna vez le contestaran a Rachel Lynde; es una
vieja chismosa y entrometida —fue la consoladora respuesta de Matthew.
—Matthew Cuthbert, me sorprendes. ¡Sabes muy bien que el
comportamiento de Ana ha sido horrible y sin embargo te pones de su parte!
Supongo que tu próxima opinión será que no debemos castigarla.
—Bueno, no, no exactamente —dijo Matthew incómodo—. Creo que
debemos castigarla un poco. Pero no seas demasiado dura con ella, Marilla.
Recuerda que nunca tuvo a nadie que la educara bien. ¿Vas… vas a darle algo
para que coma?
—¿Cuándo has oído que yo mate de hambre a la gente para que se porte
correctamente? —preguntó Marilla, indignada—. Ella tendrá las comidas de
costumbre y yo se las llevaré. Pero se ha de quedar allí hasta que pida perdón a
la señora Lynde; está decidido, Matthew.
El desayuno, el almuerzo y la cena pasaron en silencio, pues Ana
permanecía obstinada. Después de cada comida, Marilla iba a la buhardilla
con una bandeja llena y la volvía a bajar sin disminución notable. Matthew
contempló el último descenso con ojos azorados. ¿Había comido algo Ana?
Cuando Marilla salió al anochecer a reunir las vacas, Matthew, que había
estado en el establo a la expectativa, se deslizó dentro de la casa con el aire de un ladrón, subiendo al piso superior. Generalmente, Matthew andaba entre la
cocina y su pequeño dormitorio cerca del vestíbulo; alguna vez entraba en la
sala o en el comedor, cuando el pastor venía a tomar el té. Pero desde la
primavera en que ayudara a Marilla a empapelar el dormitorio de los
huéspedes, y eso había ocurrido hacía cuatro años, no se había aventurado a
subir.
Cruzó el pasillo de puntillas y se quedó durante varios minutos ante la
puerta de la buhardilla, antes de reunir valor suficiente para llamar suavemente
y entreabrir la puerta.
Ana estaba sentada en la silla amarilla, junto a la ventana, contemplando
tristemente el jardín. Parecía muy pequeña e infeliz, y a Matthew se le encogió
el corazón. Cerró suavemente la puerta y se acercó de puntillas.
—Ana —murmuró como si temiera que le oyeran—, ¿cómo lo estás
pasando?
Ana le dedicó una sonrisa inexpresiva.
—Bastante bien. Imagino muchas cosas y eso me ayuda a pasar el tiempo.
Desde luego, es bastante solitario. Pero quizá me acostumbre también a ello.
Ana volvió a sonreír, afrontando con valentía los largos años de prisión que
la esperaban.
Matthew recordó que debía decir sin pérdida de tiempo lo que había ido a
decir, no fuera que Marilla volviera prematuramente.
—Bueno, Ana, ¿no te parece que será mejor que lo hagas y termines el
asunto? —murmuró—. Tarde o temprano deberás hacerlo, pues Marilla es una
mujer muy tozuda. Hazlo ahora y acaba de una vez.
—¿Quiere decir que le pida disculpas a la señora Lynde?
—Sí, pedir disculpas, eso es —dijo vivamente Matthew—. Calmarla, por
decirlo así. Ahí es donde estaba tratando de llegar.
—Supongo que podría hacerlo por usted —dijo Ana pensativamente—.
Sería bastante cierto si dijera que lo siento, porque ahora lo siento. Anoche,
no. Estaba completamente enfurecida, y lo estuve toda la noche. Lo sé porque
me desperté tres veces y las tres estaba furiosa. Pero esta mañana todo había
pasado. Ya no estaba enfadada. Me sentía terriblemente avergonzada de mí
mis-ma. Pero no podía pensar en ir a decírselo a la señora Lynde. Sería muy
humillante. Me decidí a quedarme encerrada antes de hacerlo. Pero por usted
soy capaz de cualquier cosa, si es que lo quiere…
—Bueno, desde luego que sí. Estoy terriblemente solo abajo sin ti. Ve y
trata de arreglarlo, como una buena chica.
—Muy bien —dijo Ana resignadamente—, tan pronto vuelva Marilla le
diré que estoy arrepentida.
—Muy bien, Ana, pero no le digas que yo he venido. Podría pensar que me
estoy entrometiendo; y le prometí no hacerlo.
—Nadie será capaz de arrancarme este secreto —prometió Ana
solemnemente.
Pero Matthew se había ido, asustado de su propio éxito. Huyó
presurosamente al rincón más remoto del campo, por temor a que Marilla
sospechara su presencia. La propia Marilla, al regresar a casa, fue
agradablemente sorprendida por una voz plañidera que la llamaba desde el
otro lado del pasamanos.
—¿Bien? —dijo, entrando en el vestíbulo.
—Siento haberme enfadado y dicho cosas malas, y estoy dispuesta a
decírselo a la señora Lynde.
—Muy bien. —El ceño de Marilla no daba señas de desarrugarse. Había
estado meditando qué hacer si a Ana no se le ocurría ceder—. Te llevaré
después de ordeñar.
Por lo tanto, después de ordeñar, cuesta abajo fueron Marilla y Ana;
erguida y triunfante la primera, encogida y agobiada la segunda. Pero a mitad
de camino, el agobio de Ana se desvaneció como por encanto. Alzó la cabeza
y caminó con paso ágil, con los ojos fijos en el cielo crepuscular y un aire de
reprimida alegría. Marilla contempló desaprobadoramente el cambio. Ésta no
era la triste penitente que tenía que llevar a presencia de la ofendida señora
Lynde.
—¿Qué estás pensando, Ana? —preguntó.
—Imagino qué le diré a la señora Lynde —contestó Ana soñadoramente.
Esto era satisfactorio, o debió haberlo sido. Pero Marilla no se pudo librar
de la sensación de que su plan de castigo se desbarataba. Ana no tenía por qué
parecer tan alegre y radiante.
Y así continuó hasta que llegaron a presencia de la señora Lynde, que
estaba sentada tejiendo junto a la ventana. Allí desapareció la alegría y una
triste penitencia apareció en todos sus rasgos. Antes de que se cruzara una
palabra, Ana cayó de rodillas ante la azorada señora Lynde y alzó sus brazos
implorantes.
—Oh, señora Lynde, estoy terriblemente avergonzada —dijo, con temblor
en la voz—. Nunca podré expresar cuánto lo siento, ni aunque usara todo el
diccionario. Imagínese, me he portado muy mal con usted y he hecho quedar mal a mis queridos Marilla y Matthew, que me permiten vivir en «Tejas
Verdes» aunque no soy un muchacho. Soy una niña terriblemente mala e
ingrata y merezco que se me castigue y se me aparte para siempre de la gente
respetable. Hice muy mal en enfadarme porque usted me dijo la verdad. Era
verdad; cada una de sus palabras lo fue. Mi cabello es rojo, tengo pecas, soy
fea y flaca. Lo que yo le dije a usted era verdad también, pero no debí haberlo
dicho. Oh, señora Lynde, por favor, perdóneme. Si se niega, será para mí una
pena para toda la vida. A usted no le gustaría infligir a una pobre huérfana una
pena para toda la vida, aunque ella tenga un carácter terrible, ¿no es cierto?
Estoy segura de que no. Por favor, diga que me perdona, señora Lynde.
Ana juntó las manos, inclinó la cabeza y esperó la voz de la justicia.
Sobre su sinceridad no cabían dudas; cada palabra la expresaba. Tanto
Marilla como Rachel reconocían el inconfundible acento. Pero la primera
comprendió que Ana estaba disfrutando con su humillación; se divertía con
todo aquello. ¿Dónde estaba el castigo que ella había previsto? Ana lo había
transformado en una especie de positivo placer.
La buena señora Lynde, que no gozaba de una percepción tan aguda, no
podía ver eso. Sólo percibía que Ana había pedido amplias disculpas y todo
resentimiento se desvaneció de su buen corazón.
—Vamos, vamos, levántate, chiquilla —dijo cariñosamente—. Desde
luego que te perdono. Creo que fui un poco dura contigo, de todas maneras.
Pero soy una persona charlatana. No debes darme importancia, eso es. No se
puede negar que tus cabellos son de un rojo intenso; pero yo conocía a una
niña (fuimos juntas al colegio) que tenía el pelo tan rojo como tú cuando era
joven, pero al crecer se le oscureció y llegó a ser de un hermoso castaño claro.
No me sorprendería que a ti te pasara lo mismo, eso es.
—¡Oh, señora Lynde —Ana aspiró profundamente al ponerse en pie—, me
ha dado una esperanza! Siempre sentí que usted era una buena persona. Oh,
podría resistir cualquier cosa si sólo pudiera pensar que mi cabello será de un
hermoso castaño claro cuando crezca. Sería tan fácil ser buena si el cabello
fuera de ese color, ¿no le parece? ¿Y ahora puedo salir al jardín y sentarme en
ese banco bajo los manzanos, mientras usted y Marilla hablan? Hay allí tanto
campo para la imaginación…
—Sí, corre, niña. Y puedes hacer un ramito de lilas si quieres. Al cerrarse
la puerta tras Ana, la señora Lynde fue a encender una lámpara.
—Verdaderamente, es una chiquilla rara. Siéntese en esta silla, Marilla, es
mejor que la que tiene ahora; ésa la guardo para el criado. Sí, por cierto que es
una criatura rara, pero tiene algo que atrae. No me sorprende que usted y
Matthew se hayan quedado con ella, ni les compadezco tampoco. Puede resultar muy buena. Desde luego, tiene una manera extraña de expresarse,
algo… algo violenta; pero es probable que la venza, ahora que ha venido a
vivir entre gentes civilizadas. Y además, su genio es bastante vivo; pero hay
una ventaja: una criatura que tiene el genio vivo, que se arrebata y se calma
con facilidad, no es dada a ser taimada o impostora. En conjunto, me gusta,
Marilla.
Cuando Marilla salió de la casa, Ana abandonaba la fragante penumbra del
huerto con un ramo de narcisos en las manos.
—Me disculpé bastante bien, ¿no es cierto? —dijo orgullosa-mente
mientras bajaban la cuesta—. Pensé que ya que tenía que hacerlo, lo haría
ampliamente.
—Lo hiciste bien —fue el comentario de Marilla, quien se escandalizó al
verse propensa a reír ante el recuerdo de la entrevista. Tenía la incómoda
sensación de que debía reprender a Ana por disculparse tan bien, pero eso era
una ridiculez. Transigió con su conciencia diciendo severamente:
—Espero que no tengas más motivos para pedir disculpas y que aprenderás
a dominarte, Ana.
—Eso no sería tan difícil si la gente no me reprendiera por mi aspecto —
dijo Ana suspirando—. Otras cosas no me molestan, pero estoy tan cansada de
que me reprendan por mi cabello, que no puedo evitar saltar de indignación.
¿Cree usted que mi cabello se volverá castaño claro cuando crezca?
—Ana, no deberías preocuparte tanto por tu apariencia. Temo que eres una
criatura muy presumida.
—¿Cómo puedo ser presumida cuando sé que soy fea? —protestó Ana—.
Me gustan las cosas bellas y odio mirar al espejo y ver algo que no sea
hermoso. Me hace sentir muy triste; igual que cuando veo algo horrible.
—Quien hace cosas hermosas es hermoso —dijo Marilla.
—Eso ya me lo han dicho antes, pero tengo mis dudas al respecto —
comentó escéptica Ana, oliendo los narcisos—. ¡Oh, estas flores son
preciosas! La señora Lynde fue muy buena al dármelas. No tengo
resentimiento. Pedir disculpas y ser perdonada produce una hermosa
sensación, ¿no es así? ¿No están brillantes las estrellas esta noche? Si pudiera
vivir en una estrella, ¿cuál elegiría? A mí me gustaría aquella grande que se ve
a lo lejos, sobre la colina.
—Ana, por favor, cállate —dijo Marilla, completamente agotada por tener
que seguir los giros del pensamiento de Ana.
Ana no habló más hasta que llegaron al caminito. Allí las recibió una brisa
juguetona, cargada de aromas. A lo lejos, entre las sombras, una alegre luz brillaba en la cocina de «Tejas Verdes». Ana se acercó de pronto a Marilla y
deslizó su mano entre las endurecidas palmas de la mujer.
—Es hermoso volver al hogar, cuando se sabe que es un hogar —dijo—.
Yo quiero a «Tejas Verdes». Ningún lugar me pareció antes ser mi hogar. ¡Oh,
Marilla, soy tan feliz! Podría ponerme a rezar en este momento sin que me
resultara difícil.
Al contacto de aquella manecita, algo cálido y placentero invadió el
corazón de Marilla; quizá era un resabio de la maternidad que no gozara. Lo
insólito y dulce de aquella sensación la turbó. Se apresuró a restaurar su estado
de ánimo habitual inculcando moral.
—Mientras seas buena serás feliz, Ana. Y nunca debe costar-te trabajo
decir tus oraciones.
—Decir las oraciones no es lo mismo que rezar —dijo Ana, meditabunda
—. Pero voy a imaginarme que soy el viento que sopla en los árboles. Cuando
me canse de los árboles, imaginaré que estoy en los helechos, luego volaré
hasta el jardín de la señora Lynde y haré danzar las flores; después iré con un
gran salto al campo de los tréboles, y más tarde acariciaré el Lago de las
Aguas Refulgentes, quebrándolo en pequeños rizos brillantes. ¡Hay tanto
campo para la imaginación en el viento! De manera que ya no hablaré más por
ahora, Marilla.
—Gracias al cielo —murmuró la mujer, con devoto alivio.

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