CAPÍTULO OCHO Comienza la educación de Ana

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Por razones muy personales, Marilla no dijo a Ana hasta la tarde siguiente
que se quedaría en «Tejas Verdes». Durante la mañana mantuvo a la niña
ocupada en distintas tareas y la observó con ojo vigilante. Al mediodía ya había decidido que Ana era pulcra y obediente, deseosa de trabajar y rápida
para aprender, viendo que su mayor defecto era ponerse a soñar con los ojos
abiertos en medio de la labor, olvidándola hasta que una reprimenda o una
catástrofe la devolvía al mundo.
Cuando Ana hubo terminado de lavar los platos del almuerzo, se dirigió a
Marilla, con el aspecto de alguien desesperadamente decidido a saber lo peor.
Su delgado cuerpecito temblaba de la cabeza a los pies; su cara estaba
enrojecida y sus ojos dilatados. Juntó las manos y dijo con voz implorante:
—Oh, señorita Cuthbert, ¿quisiera decirme si me van a devolver o no? He
tratado de ser paciente toda la mañana, pero en realidad siento que no podré
resistir más. Es una sensación horrible. Dígamelo, por favor.
—No has limpiado el trapo con agua caliente como te indiqué —dijo
Marilla, inconmovible—, ve a hacerlo antes de preguntar más, Ana…
Ana fue a hacer lo que le indicaban. Luego volvió junto a Marilla y fijó en
ésta sus ojos implorantes.
—Bueno —dijo Marilla, incapaz de hallar alguna otra excusa para retardar
más el asunto—. Supongo que ya puedo decírtelo. Matthew y yo hemos
decidido quedarnos contigo; esto es, si tratas de ser una buena niña y
demostrarte agradecida. Pero chiquilla, ¿qué ocurre?
—Estoy llorando —dijo Ana, con tono azorado—. No puedo pensar por
qué. Estoy todo lo contenta que es posible. Oh, contenta no me parece la
palabra indicada. Estaba contenta del Blanco Camino y de los capullos del
cerezo; pero esto, ¡oh, es algo más que alegría! ¡Soy tan feliz! ¡Trataré de ser
muy buena! Será una tarea terrible, supongo, pues la señora Thomas me decía
muy a menudo que soy muy mala. Sin embargo, haré cuanto pueda. Pero ¿me
puede decir por qué lloro?
—Supongo que porque estás excitada y nerviosa —dijo Marilla con
reproche—. Siéntate en esa silla y trata de calmarte. Me parece que ríes y
lloras con demasiada facilidad. Sí, puedes quedarte aquí y trataremos de hacer
algo bueno de ti. Debes ir a la escuela; pero como sólo falta un par de semanas
para las vacaciones, no vale la pena que comiences antes de que reabran en
septiembre.
—¿Cómo debo llamarla? —preguntó Ana—. ¿Debo decir siempre señorita
Cuthbert? ¿Puedo llamarla tía Marilla?
—No; llámame simplemente Marilla. No estoy acostumbrada a que me
llamen señorita Cuthbert y me pondría nerviosa.
—Suena terriblemente irrespetuoso llamarla Marilla —protestó Ana.
—Creo que no habrá nada irrespetuoso en ello si tienes cuidado de hablar respetuosamente. Todos en Avonlea, jóvenes y viejos, me llaman Marilla,
excepto el pastor. Él dice señorita Cuthbert, cuando se acuerda.
—Me gustaría llamarla tía Marilla —dijo Ana, pensativa—; nunca he
tenido una tía ni pariente alguno; ni siquiera una abuela. Me haría sentir como
si realmente fuera de la familia. ¿Puedo llamarla tía Marilla?
—No, no soy tu tía y no me gusta dar a la gente nombres que no le
pertenecen.
—Pero podríamos imaginar que lo es.
—Yo no podría —dijo Marilla, ceñuda.
—¿Nunca imagina usted cosas distintas de lo que son en realidad? —
preguntó Ana con los ojos abiertos.
—No.
—¡Oh! —Ana aspiró profundamente—. ¡Oh, señorita… Marilla, no sabe
lo que se pierde!
—No creo en eso de imaginar las cosas distintas de cómo son en realidad
—respondió Marilla—. Cuando el Señor pone en nosotros unas características,
no debemos imaginar que son distintas. Y eso me hace recordar algo. Ve al
salón, Ana; asegúrate de no dejar entrar moscas y de que tienes las suelas
limpias, y tráeme la estampa que hay sobre el mantel. El Padre Nuestro está
impreso allí y puedes dedicar esta tarde a aprenderlo de memoria. No quiero
oír más oraciones como la de anoche.
—Supongo que fui muy torpe —dijo Ana—, pero es que, ¿sabe usted?,
nunca tuve práctica. ¿No esperaría usted que alguien rezara muy bien la
primera vez que lo hace, no es así? Pensé una espléndida plegaria después de
acostarme, tal como le prometí hacerlo. Era casi tan larga como la de un
sacerdote; e igual de poética. Pero, ¿creerá que esta mañana al despertar no
recordaba una sola palabra de ella? Y tengo miedo de no poder volver a pensar
otra tan buena. Por alguna razón, segundas partes nunca son buenas. ¿Ha
notado eso?
—Aquí hay algo que debes notar tú, Ana. Cuando te mando hacer algo
quiero que me obedezcas inmediatamente y que no te quedes como una estatua
y hagas un discurso. Debes ir y hacer lo que se te mande.
Rápidamente, Ana cruzó el vestíbulo. Tardaba en volver, de manera que
después de esperar diez minutos, Marilla dejó su labor y fue en su busca con
ceñuda expresión. La encontró inmóvil ante un cuadro colgado entre dos
ventanas, con las manos cogidas a la espalda, la cara levantada y los ojos
iluminados por los sueños. La luz blanca y verde que cruzaba entre los
manzanos y las vides caía sobre la extasiada figurita, dándole un aspecto casi sobrenatural.
—Ana, ¿en qué estás pensando? —preguntó secamente Marilla.
La chiquilla volvió sobresaltada a la realidad.
—En eso —dijo señalando el cuadro, una litografía bastante vivida titulada
«Cristo bendiciendo a los niños»—. Me imaginaba que era uno de ellos, esa
niña que está sola en el rincón como si no fuera de nadie, igual que yo. Parece
triste y solitaria, ¿no cree usted? Sospecho que no tiene madre ni padre. Pero
también quería Su bendición, de manera que se acercó tímidamente al extremo
de la multitud, esperando que nadie, excepto Él, la notara. Yo sé cómo debía
sentirse. Su corazón debe haber latido y sus manos haber estado frías, igual
que las mías cuando le pregunté si podría quedarme. Ella temía que Él no la
viera. Pero creo que debió verla, ¿no le parece? He estado tratando de
imaginarme todo eso; ella se deslizaba hasta llegar a Su lado, y entonces Él la
miraba y ponía su mano sobre su cabecita, y ¡qué estremecimiento de alegría
recorría su cuerpo! Pero me hubiera gustado que el artista no hubiese pintado
al Señor con un aspecto tan triste. No sé si habrá notado que todos sus retratos
son así. Yo no creo que Él tuviera ese aspecto en realidad, pues los niños le
hubieran temido.
—Ana —dijo Marilla, pensando por qué no había interrumpido antes ese
largo discurso—, no debes hablar así. Es irreverente, claramente irreverente.
Ana abrió los ojos.
—Pero si me parecía ser todo lo reverente que podía. No creí que no lo
fuera.
—Bueno, no creo que lo hicieras intencionadamente, pero no me parece
correcto hablar de esas cosas con tanta familiaridad. Otra cosa, Ana: cuando te
mando a buscar algo, has de traerlo enseguida y no quedarte soñando ante los
cuadros. Recuérdalo. Coge esa estampa y ven a la cocina. Siéntate en el rincón
y apréndete la plegaria de memoria.
Ana colocó la cartulina contra el jarrón lleno de flores que había traído
para decorar la mesa. Marilla había contemplado de soslayo aquella
decoración, pero nada dijo. Apoyó la barbilla en las manos y la estudió en
silencio durante varios minutos.
—Me gusta esto —anunció—. Es hermoso. Ya lo había escuchado antes; el
director de la Escuela Dominical del asilo lo dijo una vez. Pero no me gustó
entonces. Tenía una voz muy cascada y lo decía muy tristemente. Sentí que él
consideraba rezar como un deber desagradable. Esto no es poesía, pero me
hace sentir lo mismo que si lo fuera. «Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre.» Suena musical. Oh, estoy tan contenta de que haya pensado en hacérmelo aprender, señorita… digo, Marilla.
—Bueno, apréndelo y cierra la boca —dijo Marilla secamente.
Ana acercó el jarrón lo suficiente como para depositar un beso en una flor
y luego estudió diligentemente durante algunos momentos más.
—Marilla —preguntó de pronto—. ¿Cree que alguna vez tendré una amiga
del alma en Avonlea?
—¿Una…? ¿Qué clase de amiga?
—Una amiga del alma, una amiga íntima, ¿sabe?; un espíritu
verdaderamente gemelo a quien confiar lo más profundo de mi alma. Toda mi
vida he soñado tener una. Nunca creí poder tenerla, pero ya que tantos sueños
hermosos se han hecho realidad de improviso, pensé que éste quizás se hiciera
realidad también. ¿Lo cree posible?
—Diana Barry vive en «La Cuesta del Huerto» y tiene más o menos tu
misma edad. Es una chiquilla muy buena y quizá sea tu compañera de juegos
cuando regrese a su casa. En estos momentos está en Carmody, visitando a una
tía. Sin embargo, tienes que tener cuidado de cómo te portas. La señora Barry
es una mujer muy particular. No dejará jugar a Diana con una niña que no sea
buena.
Ana miró a Marilla a través de las flores con los ojos brillantes de interés.
—¿Cómo es Diana? Sus cabellos no son rojos, ¿no es cierto? Oh, espero
que no. Es bastante desgracia que yo los tenga, pero no podría soportarlo en
una amiga del alma.
—Diana es una niña muy bonita. Tiene ojos y cabellos negros y las
mejillas rosadas. Y es buena e inteligente, que es mejor que ser guapa.
Marilla era muy moralista y estaba firmemente convencida de que cada
comentario que se hace a los niños debe tener mensaje. Pero Ana dejó a un
lado el mensaje y se dedicó a la parte bella.
—Oh, estoy contenta de que sea guapa. Lo mejor, después de ser guapo
uno mismo (cosa imposible en mi caso), es tener una hermosa amiga del alma.
La señora Thomas tenía una biblioteca con puertas de vidrio en la sala. Allí no
había ningún libro; la señora Thomas guardaba dentro su mejor vajilla y las
confituras, cuando tenía alguna. Una de las puertas estaba rota. El señor
Thomas la rompió una noche que se encontraba ligeramente intoxicado. Pero
la otra se hallaba intacta, y yo acostumbraba imaginar que mi reflejo era otra
niña que vivía allí. Yo la llamaba Katie Maurice y éramos muy íntimas. Solía
hablarle mucho, especialmente los domingos, y contarle todo; Katie era el
único consuelo de mi vida. Solíamos imaginar que la biblioteca estaba
encantada y que si yo hubiera sabido el hechizo, la puerta se abriría y habría podido entrar en la habitación donde vivía Katie Maurice, en lugar de dentro
de los estantes con vajilla y las confituras de la señora Thomas. Y entonces
Katie Maurice me cogería de la mano, conduciéndome a ese lugar
maravilloso, lleno de sol, flores y hadas, y hubiéramos vivido allí felices para
siempre. Cuando fui a vivir con la señora Hammond, me partió el corazón
dejar a Katie Maurice. A ella le pasó lo mismo, pues lloraba cuando me dio el
beso de despedida a través de la puerta de la biblioteca. Pero río arriba, a poca
distancia de la casa, había un largo valle verde con un hermoso eco. Devolvía
cada palabra que se dijera, aunque fuera en voz baja. De manera que imaginé
que era una niña llamada Violeta, que éramos las mejores amigas y que yo la
quería casi tanto como a Katie Maurice. La noche antes de ir al asilo dije adiós
a Violeta, y, ¡oh!, su adiós fue muy, muy triste. Me había acostumbrado tanto a
ella que no pude imaginarme una amiga del alma en el asilo, aunque hubiera
tenido allí algún campo para la imaginación.
—Me parece bien que no lo hubiera —dijo secamente Marilla—, no me
gustan esas cosas. Pienso que crees mucho en tu imaginación. Te hará bien
tener una amiga real para terminar con todas esas tonterías. Pero no dejes que
la señora Barry te oiga hablar sobre tu Katie Maurice o tu Violeta, o creerá que
andas contando cuentos.
—No lo haré. No podría hablar de ellas con cualquiera; su recuerdo es
sagrado. Pero me pareció que debía decírselo a usted. Oh, mire esa gran abeja
que ha salido de un capullo. ¡Qué hermoso lugar para vivir es un capullo!
Debe ser lindo dormir allí cuando lo acuna el viento. Si no fuera un ser
humano, me gustaría ser una abeja y vivir entre flores.
—Ayer querías ser una gaviota —gruñó Marilla—. Sospecho que eres
inconstante. Te dije que aprendieras la plegaria y que no hablaras. Pero parece
que es imposible que dejes de hablar si tienes alguien que te escuche. De
manera que sube a tu habitación a estudiarla.
—Oh, ya la sé casi toda, menos la última línea.
—No importa, haz lo que te digo. Ve a tu habitación, termina de aprenderla
bien y quédate allí hasta que te llame para que me ayudes a preparar el té.
—¿Puedo llevarme las flores para que me acompañen? —rogó Ana.
—No. ¿Querrás tener la habitación llena de flores? En primer lugar,
debiste haberlas dejado en el árbol.
—Así lo pensé. Sentí que no debía abreviar su vida cortándolas; si yo fuera
un capullo, no me gustaría que me cortasen. Pero la tentación fue irresistible.
¿Qué hace usted cuando tiene una tentación irresistible?
—Ana, ¿no has oído que debes ir a tu habitación? Ana suspiró, se retiró a su buhardilla y se sentó junto a la ventana.
—Ya está, ya sé la plegaria. Aprendí la última frase al subir por la escalera.
Ahora voy a imaginar cosas en esta habitación, de manera que queden
imaginadas para siempre. El suelo está cubierto por una alfombra de terciopelo
con rosas y en las ventanas hay cortinas de seda roja. Las paredes están
cubiertas por tapices de oro y plata. Los muebles son de caoba; nunca he visto
caoba, pero suena a tan lujoso. Esto es un sofá cubierto con cojines de seda
rosa, azul, escarlata y oro, y yo estoy graciosamente reclinada en él. Puedo ver
mi imagen en la pared. Soy alta y hermosa, llevo un vestido de encaje blanco,
con una cruz de perla sobre el pecho y perlas en los cabellos. Mi cabello es
negro como la noche y mi piel de claro marfil. Mi nombre es Lady Cordelia
Fitzgerald. No, no es así; no puedo hacer que eso parezca real.
Corrió hasta el espejo y se miró. Allí la contemplaron su delgada y pecosa
cara y sus solemnes ojos grises.
—Tú no eres más que Ana de las «Tejas Verdes» —dijo—, y te veré con
ese mismo aspecto cada vez que trates de imaginar a Lady Cordelia. Pero es
un millón de veces más lindo ser Ana de las «Tejas Verdes» que ser Ana de
ninguna parte, ¿no es así?
Se inclinó, besó afectuosamente su imagen y volvió junto a la ventana.
—Buenas tardes, querida Reina de las Nieves. Y buenas tardes, queridos
abedules de la hondonada. Y buenas tardes, querida casa gris de la colina.
¿Llegará Diana a ser mi amiga del alma? Espero que sí y la querré mucho.
Pero nunca olvidaré del todo a Katie Maurice y a Violeta. Se sentirían heridas
si lo hiciera y no me gusta hacerle daño a nadie, aunque sea una niña de la
biblioteca o del eco. Debo tener cuidado de acordarme de ellas y mandarles un
beso cada día.
Ana lanzó un par de besos con los dedos hacia las flores, y luego, con la
barbilla entre las manos, vagó por un mar de sueños.

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