CAPÍTULO CATORCE La confesión de Ana

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El lunes por la noche, ya en la semana de la excursión, Marilla bajó de su
habitación con cara preocupada.
—Ana —dijo al pequeño personaje que pelaba guisantes sobre la
inmaculada mesa, al tiempo que cantaba «Nelly en la cañada de los avellanos»
con un vigor y una expresión que daban crédito de las enseñanzas de Diana—.
¿Has visto mi broche de amatista? Me parece que lo dejé en el alfiletero ayer
tarde cuando regresé de la iglesia, pero no lo puedo encontrar por ninguna
parte.
—Yo lo vi esta tarde mientras usted estaba en la Sociedad de Ayuda —dijo
Ana con lentitud—. Crucé frente a la puerta y lo vi en el alfiletero, de manera
que entré a mirarlo.
—¿Lo tocaste? —dijo Marilla severamente.
—Sí-í-í —admitió Ana—. Lo cogí y lo prendí a mi pecho para ver cómo
quedaba.
—No tenías por qué hacerlo. Está muy mal que una niña se entrometa. En
primer lugar, no debiste haber entrado en mi habitación, y en segundo lugar,
tampoco debiste haber tocado un broche que no te pertenecía. ¿Dónde lo has
puesto?
—Oh, lo volví a colocar en el alfiletero. No lo tuve puesto ni un minuto.
De verdad, Marilla, no quise entrometerme. No pensé que fuera algo malo
entrar y probarme el broche; ahora que lo sé, no volveré a hacerlo. Eso es algo
bueno que tengo; nunca hago dos veces algo malo.
—No lo pusiste allí —dijo Marilla—. Ese broche no está en el mueble.
Algo habrás hecho con él, Ana.
—Lo volví a poner allí —dijo la niña rápidamente—, no me acuerdo si lo
pinché en el alfiletero o lo dejé en el platito de loza. Pero estoy perfectamente
segura de que lo volví a dejar en su habitación.
—Volveré a echar otra mirada —dijo Marilla, dispuesta a ser justa—. Si lo
pusiste en el mueble, allí estará todavía. Si no está, sabré que no lo hiciste.
Marilla volvió a su habitación e hizo una búsqueda escrupulosa, no sólo
sobre el mueble, sino por todos los lugares donde pensó que podía haber ido a
parar el broche. No lo pudo hallar y volvió a la cocina.
—Ana, el broche ha desaparecido. Has reconocido que fuiste la última
persona que lo tuvo en la mano. Ahora bien, ¿qué hiciste con él? Dime la
verdad: ¿lo llevaste fuera y lo perdiste?
—No —contestó Ana solemnemente, mirando a los enojados ojos de Marilla—. Nunca saqué su broche de la habitación; ésa es la verdad, aunque
tuviera que ir al patíbulo por ello. Claro que no estoy muy segura de qué es un
patíbulo, pero no importa. Así es, Marilla.
El «así es» de Ana sólo pretendía dar énfasis a su afirmación, pero Marilla
lo tomó como un desafío.
—Creo que me estás diciendo una mentira, Ana. Sé que eres capaz. Ahora,
no digas una sola palabra más, a menos que sea la verdad. Vete a tu cuarto y
quédate allí hasta que estés dispuesta a confesar.
—¿Puedo llevarme los guisantes? —dijo Ana dócilmente.
—No, yo terminaré de pelarlos. Haz lo que te ordeno.
Cuando Ana se hubo ido, Marilla realizó sus labores vespertinas con la
mente turbada. Se hallaba preocupada por su valioso broche. ¿Y si Ana lo
había perdido? Y qué maldad la de la niña al negar que lo había sacado,
cuando cualquiera podía ver que lo había hecho. ¡Y con una cara tan inocente!
—No sé cómo no se me ocurrió antes —pensó, mientras pelaba
nerviosamente los guisantes—. No creo que pensara robarlo. Lo cogió para
jugar o ayudar a su imaginación. Debe haberlo cogido, está claro, pues nadie
ha ido a esa habitación hasta que yo subí esta noche. Y el broche ha
desaparecido. Supongo que lo habrá perdido y no quiere reconocerlo por
temor al castigo. Es algo terrible pensar que dice mentiras; peor aún que sus
enfados. Es una terrible responsabilidad tener en casa a una criatura en la que
no se puede confiar. Hipocresía y falsedad es lo que ha demostrado. Eso me
mortifica más que lo del broche. Si me hubiera dicho la verdad, no me
importaría tanto.
Aquella tarde, Marilla fue varias veces a su habitación y la registró en
busca del broche, sin hallarlo. Una visita nocturna a la buhardilla no produjo
mejores resultados. Ana persistía en negar que supiera algo del broche y ello
convencía a Marilla de lo contrario.
Se lo contó a Matthew a la mañana siguiente. Éste quedó confuso; no
podía perder la fe en Ana con tanta rapidez, pero debió admitir que las
circunstancias estaban contra ella.
—¿Estás segura de que no cayó tras el mueble? —fue lo único que pudo
sugerir.
—He movido el mueble, he sacado los cajones y he revisado todos los
rincones —fue la respuesta—. El broche no está y la niña lo ha cogido,
mintiendo además. Ésa es la horrible verdad, Matthew Cuthbert.
—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó tristemente, agradeciendo en
secreto que fuera Marilla y no él quien debiera afrontar la situación. Esta vez no tenía deseos de entrometerse.
—Se quedará en su habitación hasta que confiese —dijo hoscamente
Marilla, recordando el éxito de ese método—. Entonces veremos. Quizá
podremos recobrar el broche si nos dice dónde lo llevó; pero de todas maneras,
deberá ser castigada severamente, Matthew.
—Bueno, te tocará a ti hacerlo —dijo Matthew cogiendo el sombrero—.
Recuerda que nada tengo que ver en ello, tú lo dijiste.
Marilla se sintió abandonada por todos. Ni siquiera podía pedir consejo a la
señora Lynde. Fue a la buhardilla con cara muy seria y de allí salió con cara
más seria aún. Ana se negaba a confesar. Persistía en asegurar que no había
cogido el broche. La criatura había estado llorando evidentemente y Marilla
sintió un golpe de piedad que reprimió rígidamente. Al llegar la noche estaba,
como decía, «molida».
—Te quedarás en tu habitación hasta que confieses, Ana. Puedes estar
segura —dijo con firmeza.
—Pero mañana es la excursión —gritó Ana—. No me va a impedir ir, ¿no
es así? ¿Me dejará salir por la tarde? Luego me quedaré aquí cuanto quiera,
alegremente. Pero debo ir a la excursión.
—No irás a la excursión ni a ninguna otra parte hasta que no hayas
confesado, Ana.
—Oh, Marilla.
Pero Marilla ya se había ido, cerrando la puerta.
El miércoles amaneció tan hermoso y brillante, que parecía ex profeso para
la excursión. Los pájaros cantaban en «Tejas Verdes»; las lilas del jardín
lanzaban oleadas de perfume que entraban por cada puerta y ventana en alas
de invisibles vientos y vagaban por las habitaciones cual espíritus de
bendición. Los abetos de la hondonada batían sus ramas alegremente, como si
esperaran la acostumbrada bienvenida mañanera de Ana desde su buhardilla.
Pero ésta no estaba en su ventana. Cuando Marilla le llevó el desayuno, la
encontró sentada en su cama, pálida y resuelta, con los labios apretados y los
ojos brillantes.
—Marilla, estoy dispuesta a confesar.
—¡Ah! —Marilla dejó la bandeja. Una vez más, sus métodos habían dado
resultado, pero ese éxito le era amargo—. Escuchemos qué tienes que decir,
Ana.
—Cogí el broche de amatista —dijo la niña como repitiendo la lección—,
tal como usted dijo. No tenía intención de hacerlo cuando entré, pero era tan hermoso, Marilla, cuando lo prendí a mi pecho, que fui vencida por una
tentación irresistible. Imaginé cuan estremecedor sería llevarlo a Idlewild y
jugar allí a Lady Cordelia Fitzgerald. Sería mucho más fácil imaginarlo con un
broche de amatista puesto. Diana y yo hacíamos collares de flores, pero, ¿qué
son las flores comparadas con las amatistas? De manera que cogí el broche.
Pensé que podía devolverlo antes de que usted regresara. Di un rodeo para
alargar el tiempo. Cuando cruzaba el puente sobre el Lago de las Aguas
Refulgentes, me quité el broche para mirarlo otra vez. ¡Oh, cómo brillaba al
sol! Y entonces, mientras estaba inclinada sobre el puente, se me escapó de las
manos, así, y cayó, abajo, abajo, más abajo, con destellos purpúreos, y se
hundió por siempre jamás en el Lago de las Aguas Refulgentes. Y ésa es la
mejor confesión que puedo hacer, Marilla.
Marilla sintió que una ardiente indignación volvía a llenarle el corazón.
Aquella chiquilla había cogido y perdido su querido broche de amatista y
estaba allí tranquilamente sentada, relatando todos los detalles del hecho sin el
menor arrepentimiento aparente.
—Ana, esto es terrible —dijo, tratando de hablar con calma—. Eres la peor
niña que he conocido.
—Sí, supongo que lo soy —asintió Ana tranquilamente—. Y sé que debo
ser castigada. Su deber es hacerlo, Marilla. ¿Me haría el favor de sentenciarme
ahora mismo, de manera que pueda ir a la excursión sin preocupaciones?
—Excursión, sí, sí, ¡Ana Shirley, no irás! Ése será tu castigo. ¡Y no es ni la
mitad de severo de lo que te mereces!
—¡No ir a la excursión! —Ana saltó sobre sus pies y se aferró a la mano
de Marilla—. ¡Pero si usted me prometió que sí! Oh, Marilla, debo ir allí. Para
eso he confesado. Castígueme de cualquier otra forma, pero así no. Oh,
Marilla, por favor, déjeme ir. ¡Piense en los sorbetes! Quizá nunca más tenga
oportunidad de conocerlos.
Marilla hizo caso omiso de las manos suplicantes de Ana.
—No tienes que rogarme, Ana. No irás a la excursión. Está decidido. Ni
una palabra más.
Ana comprendió que Marilla era inconmovible. Juntó las manos, lanzó un
grito desgarrador y se echó de bruces sobre la cama, llorando en un paroxismo
de desilusión y tristeza.
—¡Por todos los santos! —dijo Marilla, saliendo apresuradamente de la
habitación—. Creo que esta niña está loca. Ninguna criatura en sus cabales se
portaría como ella. Y si no lo está, es terriblemente mala. Oh, temo que Rachel
tenía razón desde el principio. Pero ya que estoy en esto, no abandonaré.
Aquélla fue una lúgubre mañana. Marilla trabajó enérgicamente y fregó el
porche y la vaquería cuando no encontró otra cosa que hacer. Ni el porche ni la
vaquería lo necesitaban, pero Marilla sí. Luego salió y rastrilló la huerta.
Cuando estuvo preparado el almuerzo, fue hasta las escaleras y llamó a
Ana. Del otro lado del pasamano apareció una cara cubierta de lágrimas, de
trágica apariencia.
—Ven a almorzar, Ana.
—No quiero almorzar, Marilla —dijo Ana sollozando—. No podría comer
nada. Tengo partido el corazón. Algún día, espero, te remorderá la conciencia
por haberlo roto, Marilla. Cuando llegue ese instante, recuerde que la perdono.
Pero no me pida que coma nada, especialmente cerdo hervido y hortalizas. El
cerdo hervido y las hortalizas son muy poco románticos cuando se tiene el
corazón destrozado.
Marilla regresó exasperada a la cocina y descargó su ira sobre Matthew,
quien, entre su sentido de la justicia y su abierta simpatía por Ana, se sentía
muy miserable.
—Bueno, no debió haber cogido ese broche, ni contar historias sobre él,
Marilla —admitió, mirando tristemente su poco romántica ración de cerdo y
hortalizas, como si él, cual Ana, lo creyera un alimento poco adecuado para las
crisis sentimentales—, pero es una chiquilla tan pequeña; ¿no te parece un
poco cruel no dejarla ir a la excursión, cuando está tan ilusionada con ello?
—Matthew Cuthbert, me sorprendes. Pienso que he sido muy blanda con
ella. Y no parece comprender cuan mala ha sido; eso es lo que más me
preocupa. Si lo sintiera en realidad, no sería tan malo. Y tú tampoco pareces
darte cuenta; la estás excusando.
—Bueno, es que es una chiquilla tan pequeña —insistía Matthew—. Y
debe haber tolerancia. Sabes que no ha tenido educación.
—Pues ahora la tiene.
Esta respuesta silenció a Matthew, aunque sin convencerlo. La comida fue
lúgubre. Lo único alegre era Jerry Boute, el ayudante, y Marilla consideraba
su alegría como un insulto personal.
Cuando tuvo los platos limpios, el pan amasado y las gallinas alimentadas,
Marilla recordó haber visto un desgarrón en su chal de encaje negro al
quitárselo el domingo por la tarde, cuando regresara de la Sociedad de Ayuda.
Decidió remendarlo.
El chal estaba en una caja, dentro del arcón. Al sacarlo, la luz, cruzando
por entre los ramajes que cubrían su ventana, incidió sobre algo prendido en el
chal; algo que chispeaba con tonos violáceos. Marilla lo cogió: ¡era el broche de amatista!
—¡Por todos los santos! ¿Qué significa esto? Aquí está el broche y yo
pensaba que estaba en el fondo de la laguna de Barry. ¿Qué quiso decir esa
chiquilla cuando afirmó que lo sacó y lo perdió? Confieso que me parece que
«Tejas Verdes» está embrujado. Ahora me acuerdo que el domingo por la tarde
dejé el chal un minuto sobre el mueble. Supongo que el broche se enganchó.
Marilla se trasladó a la buhardilla, broche en mano. Ana había llorado
hasta agotarse y miraba tristemente por la ventana.
—Ana Shirley —dijo solemnemente Marilla—. Acabo de encontrar mi
broche colgando de mi chal de encaje negro. Ahora quiero saber qué significa
esa historia que me has contado esta mañana.
—Usted me dijo que me obligaría a quedarme aquí hasta que confesara —
contestó Ana tristemente—, de manera que decidí confesar pues deseaba ir a
la excursión. Pensé la confesión anoche después de acostarme y traté de
hacerla lo mejor que pude. La repetí muchas veces para no olvidarla. Pero
como a fin de cuentas usted no me dejó ir a la excursión, mi trabajo fue inútil.
Marilla tuvo que reírse, pero su conciencia la atormentaba.
—¡Ana, eres imposible! Pero yo estaba equivocada; ahora lo veo. Nunca
debí haber dudado de tu palabra, pues sé que no mientes. Desde luego no
estuvo bien de tu parte confesar algo que no habías hecho; hiciste muy mal.
Pero yo te llevé a ello. De manera que si me perdonas, Ana, yo te perdonaré y
empezaremos de nuevo. Y ahora, prepárate para la excursión.
Ana saltó como un cohete.
—Oh, Marilla, ¿no es demasiado tarde?
—No son más que las dos. Apenas si habrán terminado de reunirse y
todavía pasará una hora antes de que tomen el té. Lávate la cara, péinate y
ponte el vestido. Te prepararé la cesta. Hay bastantes provisiones en casa.
Jerry te llevará en el coche hasta el lugar.
—¡Oh, Marilla —gritó Ana, volando al lavabo—, hace cinco minutos me
sentía tan triste que deseaba no haber nacido y ahora no me cambiaría por un
ángel!
Aquella noche volvió a «Tejas Verdes» una Ana agotada y completamente
feliz, en un estado de beatitud imposible de describir.
—Oh, Marilla, he pasado unos momentos perfectamente idílicos. Idílico es
una nueva palabra que he aprendido hoy. Se la escuché a Mary Alice Bell. Es
expresiva, ¿no? Todo ha sido hermoso. Tomamos un té espléndido y luego el
señor Harmon Andrews nos llevó en bote por el Lago de las Aguas Refulgentes, de seis en seis. Jane Andrews estuvo a punto de caerse por la
borda. Se inclinó a coger unas flores, y si el señor Andrews no la coge por el
cinturón, hubiera caído, ahogándose probablemente. Me hubiera gustado ser
yo. Hubiese sido una experiencia tan romántica estar a punto de ahogarse.
Sería algo hermoso para contar. No tengo palabras para describir los sorbetes.
Marilla, le aseguro que fue sublime.
Aquella noche, Marilla contó todo el episodio a Matthew, mientras zurcía
las medias.
—Estoy de acuerdo en que cometí un error —concluyó cándidamente—,
pero he aprendido la lección. No puedo menos que reírme cuando recuerdo la
«confesión» de Ana, aunque no debiera hacerlo, ya que se trata de una
mentira. Pero peor hubiera sido lo contrario, y soy algo responsable de ello.
Esa chiquilla es difícil de comprender en ciertos aspectos. Pero creo que
resultará buena. Y hay algo muy cierto: ninguna casa en la que esté será jamás
triste

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