Pero llegaron, sin embargo, a su debido tiempo. La señora Spencer vivía en
la ensenada de White Sands y apareció en la puerta con una mezcla de sorpresa y bienvenida en la cara.
—Caramba —dijo—, son las últimas personas que esperaría hoy, pero
estoy encantada de verlas. ¿Dejará suelta la yegua? ¿Cómo estás, Ana?
—Estoy todo lo bien que puede esperarse, gracias —dijo Ana sin sonreír.
Sobre ella pareció haber descendido la desgracia.
—Nos quedaremos un rato mientras descansa la yegua —dijo Marilla—,
pero he prometido a Matthew regresar temprano. El hecho es, señora Spencer,
que se ha cometido un error en alguna parte y he venido a ver dónde. Matthew
y yo mandamos decirle que nos trajera un chico de diez u once años.
—¡No me diga, Marilla Cuthbert! —dijo desesperada la señora Spencer—.
Pero si Robert me lo mandó decir por su hija Nancy y ella dijo que ustedes
querían una niña, ¿no es así, Flora Jane? —preguntó a su hija, que subía las
escaleras.
—Ciertamente, señorita Cuthbert —corroboró Flora Jane.
—Lo siento muchísimo —dijo la señora Spencer—. Es una lástima, pero
ya ve que no ha sido por mi culpa. Hice cuanto pude y pensé que seguía sus
instrucciones. Nancy es terrible. A menudo he debido reprenderla por sus
despistes.
—Fue culpa nuestra —dijo Marilla resignadamente—. Debimos haber ido
nosotros y no dejar que un mensaje de tal importancia fuera pasado
verbalmente. De todas maneras, el error ha sido hecho y debemos corregirlo.
¿Podemos devolver la niña al asilo? Supongo que la volverán a admitir.
—Supongo —dijo pensativamente la señora Spencer—, pero no creo que
sea necesario enviarla. La señora de Peter Blewett estuvo ayer por aquí y me
dijo cuánto desearía que le mandaran una chiquilla por mi intermedio para que
la ayudara. La señora Blewett tiene familia numerosa y le cuesta encontrar
ayuda. Ana es exactamente lo que necesita. Esto es lo que yo llamo
providencial.
Marilla no daba la sensación de considerar providencial el asunto. Aquí
tenía inesperadamente una buena oportunidad de deshacerse de la indeseada
huérfana, y ni siquiera se sentía contenta.
Sólo conocía de vista a la señora de Peter Blewett; de baja estatura, cara de
pocos amigos y ni un gramo de carne superflua sobre los huesos. Pero había
tenido noticias de ella. «Gran trabajadora y dirigente», se decía de la señora
Blewett, y las sirvientas despedidas contaban horripilantes historias de su
carácter y su mezquindad, y de sus hijos malcriados y pendencieros. Marilla
sentía un escrúpulo de conciencia ante el pensamiento de entregar a Ana a sus
tiernas mercedes. —Bueno, entraré y hablaremos sobre el asunto.
—¡Mire! ¿No es la señora Blewett la que viene por el sendero en este
mismo instante? —exclamó la señora Spencer, haciendo cruzar a sus
huéspedes el vestíbulo para entrar en el comedor, donde las recibió un frío
glacial, como si el aire hubiera perdido hasta la última partícula de calor al
cruzar las cerradas cortinas verdes—. Es una verdadera suerte pues así
podemos arreglar el asunto inmediatamente. Siéntese en el sillón, señorita
Cuthbert. Ana, siéntate aquí y no te muevas. Denme sus sombreros. Flora
Jane, ve a poner el agua a hervir. Buenas tardes, señora Blewett, estábamos
diciendo que es verdaderamente una suerte era que usted viniera. Permítame
que les presente: la señora Blewett, la señorita Cuthbert. Perdónenme un
momento: olvidé decirle a Flora Jane que saque los bollos del horno.
La señora Spencer desapareció tras correr las cortinas. Ana, sentada en
silencio con las manos fuertemente apretadas sobre su falda, contemplaba a la
señora Blewett como fascinada. ¿La dejarían al cuidado de aquella mujer de
ojos agudos y cara afilada? Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y
cerró dolorosamente los ojos. Empezaba a temer que no podría retener las
lágrimas, cuando volvió la señora Spencer, decidida, capaz de desvanecer
cualquier dificultad, física, mental o espiritual.
—Parece que hubo un error respecto a esta niña, señora Blewett —dijo—.
Yo creía que el señor y la señorita Cuthbert querían adoptar una niña. Así se
me dijo, pero lo cierto es que querían un muchacho. De manera que si piensa
lo mismo que ayer, creo que aquí tiene lo que quería.
La señora Blewett escudriñó a Ana de la cabeza a los pies.
—¿Qué edad tienes y cómo te llamas?
—Ana Shirley —murmuró la sobrecogida niña—, y tengo once años.
—¡Hum! No pareces valer gran cosa. Pero eres flaca. No sé por qué los
flacos resultan mejores. Si te acojo habrás de ser buena; ya sabes, buena,
pulcra y respetuosa. Espero que te ganes el sustento, no te vayas a equivocar a
ese respecto. Sí, supongo que podré desembarazarla de ella, señorita Cuthbert.
El niño está terriblemente rebelde y estoy molida de atenderlo. Si usted lo
desea, puedo llevármela a casa ya.
Marilla miró a Ana y se ablandó ante la vista de la pálida cara de la niña y
su mirada de mudo dolor; el dolor de una indefensa criatura que se encuentra
nuevamente atrapada en la trampa de la que acaba de escapar. Marilla tuvo la
incómoda convicción de que si hacía caso omiso del ruego de aquella mirada,
su recuerdo la perseguiría hasta la muerte. Más aún, no le agradaba la señora
Blewett. ¡Entregar una criatura sensible a semejante mujer! ¡No, no podía
cargar con la responsabilidad de ese hecho! —Bueno, no sé —dijo lentamente—. Yo no dije con seguridad que
Matthew y yo hubiéramos decidido completamente que no podíamos
quedarnos con ella. En verdad, puedo decir que Matthew está predispuesto a
quedarse con la niña. Yo sólo vine a ver cómo había ocurrido el error. Será
mejor que la vuelva a llevar a casa y lo discuta con mi hermano. Creo que no
debo decidir nada sin consultarle. Si decidimos no quedarnos con ella, la traeré
o se la mandaré mañana por la noche. Si no ocurre así, es que se queda. ¿Le
parece bien, señora Blewett?
—Supongo que sí.
Durante el discurso de Marilla, el sol había salido en la cara de Ana.
Primero se desvaneció la mirada de desesperación; luego alumbró débilmente
la esperanza; sus ojos brillaron como estrellas. La niña estaba casi
transfigurada, y cuando la señora Spencer y la señora Blewett salieron en
demanda de la receta de cocina que esta última había venido a buscar, cruzó la
habitación de un salto en dirección a Marilla.
—Oh, señorita Cuthbert, ¿de verdad ha dicho que quizá me dejarían
quedarme en «Tejas Verdes»? —murmuró, como si hablando en alta voz
pudiera romper esa hermosa posibilidad—. ¿Lo dijo usted en realidad, o sólo
fue mi imaginación?
—Creo que será mejor que gobiernes esa imaginación tuya, si es que no
puedes distinguir entre lo que es real y lo que no —dijo Marilla—. Sí, me has
oído decir eso y nada más. No está decidido y quizá resolvamos que la señora
Blewett se quede contigo. Con toda seguridad que ella te necesita mucho más
que yo.
—Volvería al asilo antes de vivir con ella —dijo apasionadamente la
chiquilla—. Parece exactamente… una arpía.
Marilla escondió una sonrisa ante la seguridad de que Ana debía ser
reprendida por tal palabra.
—Una niña como tú debería avergonzarse de referirse así a una señora
desconocida —dijo severamente—. Vuelve, siéntate correctamente, cállate y
pórtate como una niña buena.
—Trataré de hacerlo si se queda usted conmigo —dijo Ana volviendo
dócilmente a su otomana.
Cuando volvieron a «Tejas Verdes» Matthew se les unió en el sendero.
Desde lejos, Marilla le vio caminar hacia allí y se puso a pensar en el motivo.
Estaba preparada para el alivio que vería en su cara cuando viera que por lo
menos volvía con Ana. Pero no le dijo nada del asunto hasta que estuvieron
tras el establo, ordeñando las vacas. Allí le relató suavemente la historia de Ana y la entrevista con la señora Spencer.
—Yo no le daría ni un perro a esa señora Blewett —dijo Matthew con
inusitado vigor.
—A mí tampoco me gusta su aspecto —admitió Marilla—, pero hay que
elegir entre eso o quedarnos nosotros con ella, Matthew. Y, ya que tú pareces
querer quedarte con ella, supongo que yo también tendré que quererlo. He
estado dándole vueltas a la idea, hasta acostumbrarme a ella. Parece un deber.
Nunca he criado una criatura, especialmente una niña, y creo que me
provocará enormes trastornos. Pero lo haré lo mejor que pueda. En lo que a mí
respecta, Matthew, puede quedarse.
La tímida cara de Matthew brillaba de alegría.
—Bueno, Marilla, esperaba que lo vieras así. Es una chiquilla muy
interesante.
—Sería mejor si pudieras decir que es una chiquilla útil —respondió
Marilla—, pero yo procuraré que así sea. Y ten en cuenta, Matthew, que no te
permitiré interferir en mis métodos. Quizá una solterona no sepa mucho sobre
cómo se cría a los niños, pero seguro que sabe más que un solterón. De
manera que déjame manejarla. Cuando fracase, tiempo tendrás de echar una
mano.
—Bueno, bueno, Marilla, puedes hacer lo que quieras —dijo Matthew
tranquilamente—. Sólo te pido que seas tan buena y amable con ella como
puedas serlo sin malcriarla. Me parece que esta niña es de la clase de personas
de las que se puede obtener casi cualquier cosa con sólo conseguir que te
quieran.
Marilla lanzó un bufido para expresar así su desprecio por las opiniones de
Matthew respecto a asuntos femeninos y salió con los baldes.
—No le diré todavía que puede quedarse —reflexionó mientras llenaba las
lecheras—. Se excitaría tanto que no podría dormir. Marilla Cuthbert, te has
entusiasmado. ¿Has pensado alguna vez que llegaría el día en que adoptarías
una huérfana de un asilo? Sí que es una sorpresa; pero más lo es que Matthew
sea el causante; él, que siempre pareció tener un miedo mortal a las niñas. De
cualquier modo hemos decidido probar. Y sólo Dios sabe lo que saldrá de todo
esto.