Era pleno día cuando Ana despertó sentándose en la cama y mirando
confusamente la ventana, por la que entraba una alegre luz y a través de la cual
se agitaba algo blanco.Por un instante no pudo reconocer dónde estaba. Primero fue un
estremecimiento delicioso, como de algo placentero; luego, un horrible
recuerdo. ¡Estaba en «Tejas Verdes» y no la querían porque no era un
muchacho!
Pero era de mañana y, sí, frente a su ventana había un cerezo en flor. Saltó
de la cama y cruzó la habitación. Alzó la ventana, dura y ruidosa, como si no
hubiera sido abierta durante largo tiempo, y ésta quedó tan encajada que no
hizo falta asegurarla.
Ana cayó de rodillas y contempló la mañana de junio, con los ojos
brillantes de alegría. Oh, ¿no era hermoso? ¿No era un lugar maravilloso?
Supongamos que no fuera a quedarse realmente. Podría imaginar que sí. En
este lugar había campo para la imaginación.
Fuera crecía un enorme cerezo, tan cercano que sus ramas daban contra la
casa y tan cargado de flores, que apenas si se veía una hoja. A ambos lados de
la casa había una plantación de manzanos y otra de cerezos, también cubiertos
de flores, y la hierba estaba salpicada de dientes de león. Desde el jardín, las
lilas púrpura alzaban su mareante y dulce fragancia hasta la ventana.
Más allá del jardín, un campo arado y plantado con ajos descendía hasta la
hondonada donde corría el arroyo y donde crecían filas de blancos abedules,
surgiendo gallardamente de un suelo que sugería deliciosos helechos, musgos
y otras muestras de vegetación. Más a lo lejos, había una colina, verde y
emplumada por pinos y abetos, donde, en un hueco, estaba el grisáceo tejado
de la casita que viera desde el otro lado del Lago de las Aguas Refulgentes.
Lejos, a la izquierda, se hallaban los grandes establos y más allá de los
verdes campos descendentes, se veía el chispeante azul del mar.
Los ojos de Ana, amantes de la belleza, vagaron por todo aquello,
contemplándolo ávidamente; la pobre criatura había visto muchos lugares feos
en su vida, y aquello era más hermoso de lo que pudiera soñar.
Permaneció arrodillada, perdida para todo excepto para aquella belleza,
hasta que una mano que se posó en su hombro la devolvió a la realidad.
Marilla había entrado sin ser oída por la pequeña soñadora.
—Es hora de que te vistas —dijo severamente.
En realidad, Marilla no sabía cómo hablarle a la niña y su incómoda
ignorancia la hacía seca e hiriente, cuando en realidad no quería serlo.
Ana se puso en pie, aspirando profundamente.
—¿No es hermoso? —dijo, abarcando con un movimiento de la mano el
mundo exterior.—Es un gran árbol —dijo Marilla—, tiene muchas flores, pero la fruta
nunca es abundante, es pequeña y agusanada.
—Oh, no me refería sólo al árbol; desde luego que es hermoso, sí, es
radiantemente hermoso; sino a todo, el jardín, la plantación, el arroyo, los
bosques, todo el gran mundo querido. ¿No siente usted en una mañana como
ésta como si quisiera a todo el mundo? Y yo puedo escuchar reír al arroyo. ¿Se
ha parado a pensar lo alegres que son los arroyos? Siempre se están riendo.
Incluso en invierno los he escuchado bajo el hielo. Estoy muy contenta de que
haya un arroyo cerca de «Tejas Verdes». Quizá usted piense que no me
importa mucho que ustedes no se queden conmigo, pero no es así. Siempre me
gustará recordar que había un arroyo cerca de esta casa, aunque nunca la
vuelva a ver. Si no hubiera un arroyo, me perseguiría la incómoda sensación
de que debería haberlo. Esta mañana no estoy sepultada en el abismo de la
desesperación. Nunca me puedo encontrar así por las mañanas. ¿No es
fantástico que haya mañanas? Pero me siento muy triste. He estado
imaginando que yo era realmente lo que ustedes querían y que iba a quedarme
para siempre. Pero lo peor de imaginar cosas es que llega un momento en que
uno debe detenerse y entonces duele.
—Será mejor que te vistas y no te ocupes de tu imaginación —dijo Marilla
tan pronto como pudo meter baza—. El desayuno espera. Lávate la cara y
péinate. Deja la ventana levantada y dobla las mantas. Sé tan pulcra como
puedas.
Ana podía serlo cuando se lo proponía, pues bajó a los diez minutos con
las ropas compuestas, el cabello cepillado y peinado, la cara lavada y una
reconfortante seguridad en el alma de haber cumplido con las instrucciones de
Marilla. Sin embargo, había olvidado doblar las mantas.
—Esta mañana tengo bastante hambre —anunció mientras se sentaba en la
silla que le destinara Marilla—. El mundo no parece una cosa terrible como
anoche. Estoy muy contenta de que sea una mañana de sol. Pero también me
gustan las mañanas lluviosas. Toda clase de mañanas son interesantes, ¿no
creen? No se sabe qué ocurrirá durante el día y hay un gran campo para la
imaginación. Pero me alegro de que hoy no sea lluvioso porque será más fácil
estar alegre y resistir la tristeza con un día de sol. Siento que tendré que resistir
mucho. Es muy fácil eso de leer sobre dolores e imaginarse viviéndolos
heroicamente, pero no es tan sencillo cuando son realidad, ¿no les parece?
—Cierra la boca, por el amor de Dios —dijo Marilla—; hablas demasiado
para una niña.
Desde ese instante, Ana fue tan obediente y quedó tan silenciosa, que su
mudez puso nerviosa a Marilla, como si se hallase en presencia de algo no
natural.Matthew tampoco hablaba, pero eso por lo menos era natural; de manera
que el desayuno fue muy silencioso.
A medida que pasaba el tiempo, Ana se volvía más y más abstraída,
comiendo mecánicamente, con los ojos fijos en el cielo a través de la ventana.
Esto puso aún más nerviosa a Marilla; tenía la incómoda sensación de que
mientras el cuerpo de aquella niña estaba en la mesa, su espíritu vagaba lejos,
en alguna región nebulosa, surgida de su imaginación. ¿Quién querría una
chica así?
¡Y sin embargo, Matthew deseaba que se quedara! Marilla sentía que él lo
deseaba esta mañana tanto como la noche anterior y que seguiría deseándolo.
Ésa era su manera de ser; antojársele algo y aferrarse a ello con la más
sorprendente y silenciosa persistencia; persistencia diez veces más efectiva en
su silencio que si hubiera hablado.
Cuando terminó el desayuno, Ana volvió de su ensueño y se ofreció para
lavar los platos.
—¿Sabes fregar bien los platos? —dijo desconfiadamente Marilla.
—Bastante bien. Soy mejor aún para cuidar niños, sin embargo. He tenido
mucha experiencia con ellos. Es una lástima que no tengan ninguno para
cuidarlo.
—No sé si querría más niños que cuidar después de lo que tengo ya. Tú
eres bastante problema. No sé qué hacer contigo. Matthew es un hombre muy
extraño.
—Creo que es encantador —dijo Ana defendiéndolo—. ¡Es tan
comprensivo! No le importaba que hablara; parecía que le gustaba. Tan pronto
como le vi, sentí que era un espíritu gemelo.
—Sois los dos raros, si es a eso a lo que te refieres al decir espíritus
gemelos —dijo Marilla con un bufido—. Sí, puedes fregar. Usa bastante agua
caliente y asegúrate de secarlos bien. Tengo mucho que hacer esta mañana,
pues debo ir esta tarde a White Sands a ver a la señora Spencer. Vendrás
conmigo y decidiremos qué hacer contigo. Cuando termines con los platos,
sube a hacer tu cama.
Ana lavó los platos con bastante destreza, como pudo comprobar Marilla,
que observaba con ojo crítico. Más tarde hizo la cama con menos éxito, pues
no había aprendido el arte de luchar con un colchón de plumas. Pero se las
arregló como pudo, y entonces Marilla, para verse libre de ella, le dijo que
podía salir y divertirse hasta la hora del almuerzo.
Ana voló a la puerta, con la cara encendida y los ojos brillantes. Al llegar
al umbral, se detuvo de improviso, se dio la vuelta, volvió y se sentó junto a la mesa, habiendo desaparecido de su cara la luz y la alegría.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Marilla.
—No me atrevo a salir —contestó Ana, con el tono de un mártir que
renuncia a las glorias terrenas—. Si no puedo quedarme aquí, de nada sirve
que quiera a «Tejas Verdes». Y si salgo y veo todos esos árboles, flores,
plantaciones y el arroyo, no podré evitar quererlos. Ya es bastante duro ahora,
de manera que no trataré de hacerlo todavía más. ¡Deseo tanto salir! Todo
parece decirme: «Ana, Ana, sal a vernos, Ana, Ana, queremos un compañero
de juegos», pero será mejor que no lo haga. De nada sirve querer algo de lo
que te tienes que separar, ¿no es así? ¡Y es tan difícil evitar quererlas! Por eso
estaba tan contenta de vivir aquí. Pensé que tendría muchas cosas para querer
y nada que me lo impidiese. Pero el breve sueño ha pasado. Me resigno a mi
suerte, de manera que no pienso salir por temor a perder la resignación.
¿Cómo se llama ese geranio del alféizar?
—Es un geranio injertado.
—Oh, no me refiero a esa clase de nombre. Quiero decir el nombre que le
da usted. ¿No le ha puesto ninguno? ¿Puedo ponérselo yo? Puede llamarle…
vamos… Bonny estará bien… ¿Puedo llamarle Bonny mientras esté aquí?
¿Puedo?
—No tengo inconveniente. ¿Pero qué sentido tiene ponerle nombre a un
geranio?
—Oh, me gustan las cosas que tienen nombres propios, aunque sean nada
más que geranios. Les hace parecer a los seres humanos. ¿Cómo sabe usted
que no hiere los sentimientos de un geranio el que lo llamen geranio y nada
más? A usted no le agradaría que la llamaran nada más que mujer durante todo
el tiempo. Sí, lo llamaré Bonny. Esta mañana bauticé al cerezo que está frente
a la ventana de mi dormitorio. Le puse Reina de las Nieves porque estaba tan
blanco… Desde luego que no estará siempre en flor, pero uno puede
imaginarse que sí, ¿no es cierto?
—En mi vida he visto u oído a nadie como ella —murmuró Marilla,
batiéndose en retirada, bajando al sótano a buscar patatas—. Es interesante,
como dice Matthew. Ya siento que estoy pensando qué diría. Me está
hechizando a mí también. Ya lo hizo con Matthew. La mirada que me ha
echado repitió todo cuanto me dijo o sugirió anoche. Quisiera que fuese como
el resto de los hombres y dijera cosas. Podría contestarle y discutirle hasta
hacerle entrar en razón. Pero, ¿qué se le puede hacer a un hombre que sólo
mira?
Cuando Marilla regresó de su peregrinaje, Ana estaba absorta con las
manos bajo la barbilla. Allí la dejó Marilla hasta que el almuerzo estuvo servido.
—Matthew, supongo que podré disponer esta tarde del coche y de la yegua
—dijo Marilla.
Matthew asintió y miró a la niña pensativamente. Marilla interpretó la
mirada y dijo secamente:
—Voy a ir hasta White Sands para arreglar esto. Llevaré a Ana conmigo, y
la señora Spencer arreglará las cosas para mandarla de regreso a Nueva
Escocia de inmediato. Te dejaré preparado el té y estaré de regreso para
ordeñar las vacas.
Tampoco ahora dijo nada Matthew, y Marilla tuvo la sensación de haber
gastado palabras y aliento. No hay cosa más irritante que un hombre que no
contesta, salvo una mujer que tampoco lo hace.
A su debido tiempo, Matthew enganchó la yegua al coche y Ana y Marilla
partieron. Matthew abrió el portón y mientras cruzaba despacio, dijo,
aparentemente sin dirigirse a nadie en particular:
—El pequeño Jerry Boute, de la Caleta, estuvo aquí esta mañana y le dije
que espero emplearle para el verano.
Marilla no contestó, pero dio tal latigazo a la desdichada yegua, que ésta,
poco acostumbrada a tales tratos, echó a andar por el sendero a una velocidad
alarmante. Marilla miró hacia atrás y vio al irritante Matthew apoyado en el
portón, mirándolas pensativamente.