Introducción.

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Todo comenzó cuando cumplí los trece años

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Todo comenzó cuando cumplí los trece años.

Era un día común y corriente para mí. Como cualquier otro me levanté muy temprano, acomodé mi desayuno en la mochila, me despedí de mamá y corrí a la estación del bus. Impaciente, esperé que las horas de clase pasarán para poder asistir a mi entrenamiento diario de fútbol con la profesora Alicia. Al sonar la campana, no esperé demasiado, cogí mis cosas en mi mochila y corrí al campus donde la gran parte del equipo, como yo, apenas venían saliendo de las aulas. Entré a los vestidores para ponerme el uniforme que constaba de un short azul con franjas negras, tenis especiales, una camiseta azul personalizada con nuestro apellido y número favorito —el mío era el 08—, y como accesorio, me gustaba usar lazos enormes que siempre llamarán la atención. Ese día, tenía uno rosado neón. Como tenía hambre y aún la profesora no llegaba, le di un par de bocados a mi comida antes de empezar con los calentamientos. Luego, al igual que todos los días hicimos la ronda de ejercicios, hasta que nuestra entrenadora llegó e iniciamos un partido amistoso para encendernos.

Media hora después me mareé y terminé vomitando en medio del campus.

Creí que había sido por la comida que ingerí y no había dejado que fuera digerida por mi sistema. Sin embargo, comenzó a pasar semanal, luego casi diario. Moretones extraños aparecían en mi piel e incluso la sangre goteaba de mi nariz algunas veces. Hasta que unos un análisis de sangre que me hicieron en el Hospital Central de Nashville arrojaron al fin su trágico resultado.

Positivo.

4 consonantes y 4 vocales que marcaron mi infancia —y desde ese momento toda mi vida— de golpe. Estaba enferma, y no era algo esporádico. Incluso llegué a creer que solo era una equivocación. Supongo que en una niña de trece años lo último que se perdía era la esperanza. En mi sistema no había gripe, ni sarampión, sino aquella enfermedad tan cruel que se había llevado a 9,5 millones de personas en el mundo en solo un año.

Sí, exactamente esa en la que debes estar pensando, y, si no lo hacías, te la presento: Cáncer.

Específicamente: Leucemia.

Según los doctores estaba un poco avanzada, pero detectada a tiempo. Todos ellos decían lo mismo, que podrían hacerme análisis, estudios y quimioterapias, pero no nos aseguraban nada concreto, ya que es un tipo de cáncer que ataca la sangre y por lo tanto, todo mi sistema. Yo lo sabía.

Esa debilidad que comencé a sentir luego sólo podía significar una cosa: iba a morir.

Anastasia, era el nombre de la enfermera que me atendió desde el primer día de esta tortura. Ella fue mi primer apoyo, pero también la que me dio la peor noticia en toda mi vida. Supongo que fue lo que empezó a destruirme de manera lenta conforme pasaba el tiempo. Y no, no era el puto cáncer en mis venas. Era que no podría volver a jugar aquello que por tanto tiempo me había motivado. Debía renunciar al equipo de fútbol. Y eso para mí, era perderlo casi todo.

Aunque bueno, al menos tenía a mis padres ¿No?

Pasaron los dos primeros meses entre lágrimas y gritos de dolor cuando la medicina entraba a mi sistema, citas constantes con el Doctor Martín y Anastasia, fastidiosas resonancias; llanto de parte de mi madre; molestias de mi padre; pérdida de cabello y hospitalizaciones repentinas. En eso se comenzó a basar mi patética y monótona vida, hasta que llegó el día que mi progenitor se cansó y luego de armar sus maletas y tomar el primer vuelo a España nos dejó. Nos abandonó. Dejándonos solamente una carta de disculpas.

Carta que no me atreví a leer y aún ahora, no sé que contiene en su interior.

Luego de varios meses afrontando no solo el hecho de cargar con una enfermedad mortal sino también con que mi padre nos había dejado de una manera que me lastimó y que las cosas cambiarán en la escuela.

Todo iba de mal en peor para mí. Y lo único que me mantenía andando era mamá, quién nunca soltó mi mano.

En mi cumpleaños número catorce, su regalo hacía mí fue una libreta.
Y sí, quizás suene absurdo y tal vez un poco aburrido ¿una libreta? Que pérdida. Sin embargo, se volvió mi compañera, mi refugio del doloroso exterior. Anotaba mis secretos aunque no fueran muchos y relataba en ella mi día a día. Esa boba libreta rosada pastel, con un tonto unicornio que parecía el diario de una mocosa de kínder, tenía plasmada entre sus páginas mi vida entera y mis sentimientos. Incluso mis recuerdos felices y momentos más dolorosos.

Conforme fui creciendo tuve que aprender lo difícil que era la vida y que no todo se iba a centrar en mi enfermedad. Aunque la forma en la que lo acepté nunca fue la mejor.

Tres meses después de que mi padre se fue, tuve que volver a la escuela, y el bombardeo de mis compañeros e incluso de aquellas personas que llamé “amigos” me recibió. Cambiando la manera en que los demás me veían.

Después de eso mi ánimo y ganas de disfrutar mi vida —o lo que me quedaba de ella— era hasta que llegaba a los pasillos de Pacific, donde los susurros y burlas hacía mí apagaban mis ganas de todo.

Leer y escribir se transformaron en mis maneras de calmar el estrés y la ansiedad que atacaba mi cuerpo constantemente. Fue cuando en medio de uno de mis —poco frecuentes— ataques de depresión, decidí escribir mi historia, aunque solamente sea la aburrida vida de una chiquilla condenada a morir en cualquier momento..., y por si no te lo preguntas, sí, es lo que tienes en tus manos.

Mi historia.

¿Eres capaz de aventurarte conmigo?

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Oficialmente bienvenidos a •Leucemia•

Luna.

Leucemia: Una Historia Para RecordarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora