Caspian amaba el rostro de Edmund; sus insondables ojos marrones, la nariz puntiaguda con pecas como constelaciones de estrellas salpicadas sobre ella. Sus labios deliciosos tan regordetes como nubes de algodón de azúcar color melocotón y su piel lechosa; especialmente sus labios sobre la piel de Caspian.
Le encantaba la valentía que iluminaba el ébano de los iris del otro hombre cuando las espadas que sostenía chocaban, metal contra metal, así como las ingeniosas sonrisas que vidriaban las comisuras de su boca en las situaciones más inapropiadas.
Le encantaba cómo caminaba Edmund, cómo se articulaba, cómo se paraba, peleaba, reía, cómo lo hacía reír.
Cómo Edmund brillaba con tanta intensidad algunos días que Caspian no podía creer lo que veían sus propios ojos, que se bañaban en el deslumbramiento del ambiente del otro.
No podía creer cómo se le permitió apuntar su mirada al sol real sin quemar todo su ser.
Ceniza, humo, nada. Amor en su forma más pura: destrucción por devoción.La primera vez que había puesto los ojos en Edmund, había existido un breve suspiro atrapado en su garganta, este cambio de todo lo que se suponía que era, el sonido de dos piezas esenciales chocando.
Había existido asombro y sólo la mirada de Caspian rozando la apariencia del más joven como si bebiera la belleza de la piel de Edmund.
Para Caspian, Edmund no era solo un chico con el título de rey.Era todo lo que combinaba dentro de sus cuatro letras.
Rey.
Era valentía y prudencia, la cautela relucía con la prudencia, con convicciones profundas y llenas de pesar. Era elegancia y terciopelo, palabras de lengua afilada, inteligencia, decisiones equivocadas; acertadas y oscuras para salvar lo que necesitaba ser salvado. Era espadas resonando y armaduras brillando en el deslumbramiento de vigor.
Él era lo que hacía creer a Caspian en ese momento en que todo parecía perdido. Creer en una Narnia en ascenso, libre y desprovista de opresión. No más de lo que hicieron los hermanos de Edmund, pero de alguna manera arraigó, en algún lugar florecería, con mayor esperanza para que Caspian siempre lo llevara consigo.
Edmund era Rey. Él era esperanza.
Y Caspian doblaría la rodilla mil veces, una y otra vez por el niño, el hombre, que debe sentirse tan pesado en las manos del universo mientras pesa su destino con una sonrisa segura en los labios de las revelaciones tácitas.
Caspian se había enamorado de Edmund en el momento en que todas las fuerzas del joven rey se unieron, agruparon, formaron, esculpieron en un recuerdo grabado en su mente; la espada se alzó por encima de la cabeza de Edmund, fragmentos de hielo reventados se extendieron hasta sus pies y las miradas desconcertadas de Caspian y Peter se posaron sobre él, odios prejuiciosos.
Edmund había opuesto resistencia a su interior más imperfecto, la mancha en el respeto por lo demás inmaculado que su gente le tenía; la astilla de una elección equivocada, entretejida en la historia del Rey Edmund, que los poetas y escritores narnianos ya habían comenzado a enhebrar hace mucho tiempo.
Y como los fragmentos de jadis que se esparcieron bajo sus pies, Caspian no pudo pensar en nada más admirable.
Cualquier cosa que desate el fuego con el que el resplandor de un Rey parpadea imponente y que los súbditos se domestican para forjar una corona más rápido.
Nada que pudiera haber hecho estallar ese cosquilleo devoto en su pecho de la misma manera que lo hizo y sigue haciendo desde entonces.
