07: 00: 00: 00

93 8 0
                                    

A principios de verano, traté de afrontar el tema de mi cambio de continente recordándome a mí misma que todavía tenía tiempo de sobra. Los días, las horas y los segundos se acumulaban extendiéndose ante mis ojos con la vastedad de una galaxia. Y las cosas a las que no podía enfrentarme (recoger mi habitación y despedirme de mis amigos y de Tokio), todo eso quedaba en un punto muy difuso, en un futuro lejano. 

De modo que decidí ignorarlo. Quedaba todas las mañanas con Mika y con David en Shibuya y pasábamos todo el día comiendo en puestos de ramen o visitando tiendecitas de ropa con olor a incienso. O, si llovía, corríamos por las calles atestadas de paraguas para ir a ver anime, que yo no entendía, sentados en el sofá de Mika. Algunas noches bailábamos en discotecas de luz parpadeante e íbamos a un karaoke a las cuatro de la madrugada. Luego, al día siguiente, pasábamos horas sentados en una tienda de dónuts de alguna estación de tren y bebíamos café con leche mientras veíamos la marea de transeúntes ir y venir, ir y venir. 

Un día me quedé en casa e intenté subir a rastras unas cajas por las escaleras, pero me estresé tanto que tuve que marcharme. Estuve dando vueltas por Yoyogi-Uehara hasta que, de tanto ver las mimas calles abarrotadas de gente, me mareé y tuve que pararme  sentarme en un callejón entre edificios, tratando de memorizar los kanji de los letreros de las calles. Tratando de contar mis respiraciones. 

Y entonces llegó el catorce de agosto y ya sólo me quedaba una semana, y hacía calor, y ni siquiera había empezado a recoger mis cosas. El caso era que no tendría que costarme hacerlo. Me había pasado la vida entera yendo de un lugar al otro por el globo, mudándome a ciudades nuevas, despidiéndome de las personas y los lugares que dejaba a mi paso. 

Aún así, no lograba sacurdirme la sensación de que ese adiós (a Tokio, a los primeros amigo que había tenido, a la única vida que sentía que de verdad me pertenecía) era de lo que me engullirían por completo. De los que harían que todo se desplomara a mi alrededor como si implosionara una estrella. 

Y lo único que podía hacer era aguantar y contar cada segundo hasta que llegara el último. El más temido. 

Repentino, violento, definitivo. 

El punto y final. 


Seven Days Of You  |  P.J.MDonde viven las historias. Descúbrelo ahora