Capítulo 6

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LUNES

06: 05: 00: 00


Cuando saltó la alarma de mi móvil, me quedé tumbada un minuto y esperé a que el recuerdo de la noche anterior me hundiera en un torbellino de vergüenza y autocompasión.

Pero me encontraba bien, quizá porque el piso de Mika era muy luminoso y soleado por la mañana, muy distinto a la caverna etérea que me había parecido unas horas antes. La cocina estaba inundada de luz y vi las obras que estaban haciendo en el edificio de enfrente, las grúas naranjas que se movían como robots de Neon Genesis Evangelion. Mandé un mensaje a mi madre para decirle que ya me había levantado, tosté dos gruesas rebanadas de shokupan y me las comí en la mesa, junto a la ventana.

A los padres de Mika no les importaba que me comiera su comida. Creo que les gustaba. Por lo menos les gustaba que fuera a cenar, porque siempre le estaban diciendo a Mika que me invitara. Su padre preparaba unos platos alucinantes: fideos soba picantes con un huevo por encima, sushi de salmón hecho a mano y pastelitos de fresa con nata de postre. Después de cenar Mika y yo veíamos la tele y su madre nos traía nachos y guacamole casero con un montón de trocitos de tomate y chili.

-Les caes fenomenal -decía Mika con sorna-. Eres la hija que nunca han tenido.

Yo no podía decírselo a Mika, pero la verdad es que a mí también me caían muy bien sus padres. Me gustaba que fueran tan listos. Su madre escribía una columna en el Japan Times acerca de las vivencias de una expatriada americana en Japón. Su padre era el vicepresidente de una gran aerolínea asiática y estaba siempre viajando a lugares como Tailandia, China o la India. Cada vez que me veía, me presentaba un nuevo libro de ciencias o me preguntaba qué tal iban mis clases de física. La verdad es que me recordaba un poco a mi padre.

Era temprano y Mika seguía durmiendo, a pesar de que habían sonado las dos alarmas: la de mi móvil y la del suyo. Según el horario del tablero de corcho que había sobre su escritorio, esa mañana tenía que salir a correr seis kilómetros y medio.

-Uff, no -dijo cuando intente despertarla-. ¿Quieres que vomite y luego me muera?

No tenía muy buen aspecto. Tenía el pelo aplastado una extraña costra blanca se había cristalizado en las comisuras de su boca. Verla en ese estado bastaba para que aborreciera el alcohol de por vida.

-¿Puedes prestarme algo de ropa? -pregunté-. La mía huele como cenicero lleno de cerveza.

-Claro. Coge lo que quieras.

Tomé un vestido del fondo de su armario, uno muy grunge, de cuadros, que parecía sacado del rodaje de Es mi vida.

No tenía tiempo de lavarme el pelo, así que me hice una coleta alta y metí mi ropa en el bolso, arrebujada. Pensé de pronto que tal vez fuera la última vez que hacía aquello: vestirme en casa de Mika, pedirle prestada algo de ropa. Su casa parecía un verdadero hogar y me daba envidia que pudiera quedarse allí, en un solo lugar. Y más envidia me daba aún que Jimin pudiera bajar cuando quisiera a pasar un rato en su habitación.

Saqué la tarjeta Suica del fondo de mi bolso. Tenía que salir antes de las ocho si quería llegar a la T-Cad a las nueve para mi último día de trabajo veraniego. Más allá de la puerta todo parecía silencioso, pero aun así eché un vistazo por la mirilla antes de abrir. Y me fui corriendo hasta la estación. Sólo por si acaso.


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T-Cad era como todo el mundo llamaba a la Academia Internacional de Tokio, el colegio al que íbamos.

Seven Days Of You  |  P.J.MDonde viven las historias. Descúbrelo ahora