Capítulo II "Destierro"

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Quién diría entonces que sus manos invocarían el más deplorable de los pecados.

Un cobarde naciente del seno de los cielos, que a su vez fue desterrado de los brazos iracundos del que alguna vez consideró su creador.

Hombre que con desprecio vio partir el alba en castigo a sus ideales, como animal que deshonra las virtudes otorgadas en nombre de la divinidad inmaculada que le fue presente.

Enviado al más miserable de los infiernos, que con reverberaciones se alzaba el que encomienda su suplicio, intocable ante los ojos de los bárbaros que a su gratitud dieron comienzo.

Sobre almas condenadas navegaba el señor del oprobio, avergonzado agachando la cabeza imitando a los esclavos que devotos emprendían caminos custodiados por acertijos abstrusos. Incapaz de comprender el dominio de quien manejaba las riendas de su eternidad agonizante.

Alejado de lo impoluto, cabalgó hacia el ocaso pidiendo a gritos misericordia, sin comprender aún que los ángeles prendieron en fuego las alas que alguna vez le otorgaron emancipación.

¡Cómo osaba despreciar el regalo que le fue concebido al cantar de las musas!; arrastrado en boca de los espectadores fue lanzado a las catacumbas impactantes como el flagelo que con destreza alzó su mano.

«Que mi alma os sirva de cena, pero tened la valentía de mirarme a los ojos al engullirme». Había dicho entre los gritos famélicos de los desprolijos que con egocentrismo reclamaban su sangrar.

Los señores oscuros que con rencor lo acribillaban en los rincones de su memoria expulsaron ademanes que ante su presencia no tenían significado. Pero bajo sus penas se almacenaba el Reino de los mendigos, que sobre piedras ardientes danzaban al son de los lamentos de su señor.

Encaminado por demonios recibió la más gélida de las cavernas ,cual castillo se alzaba sobre las puntas que los primeros hombres comparaban con la agonía de su condena. El pecador cabizbajo, con baticor y sin lealtad, comprendió entre sus lamentos el destino abyecto, sumergido así en sus penas.

¡Oh grandes hombres que con valentía blandieron la espada que surcó los cielos como un cometa teñido de la sangre de los traidores!, la gracia se os fue arrebatada de la misma forma en que os fue otorgada. Infelices bajo el lecho que la madre lloró con lágrimas envueltas en oro, mientras codiciosos saqueaban los hogares con rencor deslizándose por sus dientes.

¡Oh grandes mujeres que con absoluta belleza condenaban a quien osara posar sus ojos sobre ella!, ¿eran amantes de la muerte?, o ¿sus desgracias significaban hechizos involuntarios?. Hasta los más juzgados temían perturbar su plenitud; tan poderosas y tan pasionales, todas fueron regalos para el egoísmo de los menos agraciados.

Se permitió llorar, pero allá abajo las lágrimas se desintegraban y quemaban su piel como pequeños gusanos ardientes arrastrándose por su cuerpo. Los sirvientes fueron gritando su nombre como ingeniosos gritos ahogados enviados por el más sádico de los demonios.

Pobres almas en pena, todas obligadas a servir los deseos del que se nombraba a si mismo como el anfitrión, igual de hambriento por ver a los miserables que cruzaban sus puertas, y verlos arrodillarse implorando misericordia.

Quien diría entonces que su torturador no era como las leyendas contaban, incrédulo ante las ideas de los grandes que con autoridad afirmaban sus cuentos, comprendió que hasta los más sabios se equivocan. Fuego naciente en su interior era lo que cantaban las aves, sin darse cuenta que su piel era tan fría como el corazón que enterrado en su puñal latía; se decía que tenía grandes músculos vertientes de venas que almacenaban gritos lejanos al tiempo que lloraban por libertad, en vez de percatarse que estaba tan esmirriado como hombre que por las calles vagaba ahogado en necesidad.

ZubyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora