Capítulo III "Amante"

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Fue entonces cuando la mano del diablo conoció su anatomía, desde la cual la curva se deslizaba en su perfecta silueta dejando a la vista dos montañas que se asomaban a los lados de sus caderas. Reconoció su piel tersa bajo los mantos que ocultaban a la hermosa creación de Dios.

La soberbia lo había enviado a cometer el primero de sus pecados, y sobre los ojos de su amante se reflejó su rostro apagado. Había sido Dios quien lo dejó caer, ahora también sería el primero en ver como con seducción le desafiaba en vista de los habitantes del cielo.

Sonrió sobre sus labios por la satisfacción de cometer su primer traición, e ignorante del futuro que le deparaba, dejó su semilla arrojada en el cuerpo que se consideró en su tiempo el mundo entero, fue entonces cuando vio partir el sol sobre el ocaso con ojos llameantes de lujuria.

Oh pobre sea el Lucero, sería incapaz de comprender sus errores sólo para poder volver a sentir ser una de las estrellas del cielo, se creía que volvería a ver el mundo sentado al lado de la gracia de Dios, pero no lograba entender que la estrella que llevaba su nombre había muerto en el momento en que calló del Empíreo.

Desde entonces fue nombrado como el Padre de la mentiras, y hasta los querubines que antes miraba desde lo alto, ahora se encontraban más arriba de lo que él llegaría a merecer jamás; todos burlones por ver caer al ángel que con humos de grandeza se dirigió alguna vez hacia ellos.

Besó por última vez el centro de la creación, abandonando éste al momento que regresaba a su reino glorificado por los ángeles que junto a él cayeron; celebró a su lado, se sirvió del banquete que sobre la sala emergía como ofrenda en honor al Rey más allá de la tierra.

Ahogado en la avaricia, se embriagó con las palabras de sus semejantes, que entre gritos aclamaban con devoción al primer ángel en desafiar al creador.

Gritó en euforia junto a sus vasallos, prometió ante los testigos glorias que serían producto de su inefable grandeza, se vio rodeado de alabanzas y gritos ahogados que pedían victoria al que ellos mismos proclamaron rey; y empapado de egocentrismo, se dijo a sí mismo que él sería el portador del triunfo en consecuencia a su osadía.

Al caer la noche y mirar con envidia las estrellas en el cielo, lloró con triste melodía, lloró la muerte de muchos caídos que lo acompañaron en su descenso, y lloró con coraje enterrado en la garganta al ser él quien tenía que levantar la vista para observar desde lo bajo como los grandes se jactaban, ebrios de su propia avaricia.

El rey sintió su sangre viajar por sus venas, palpitaban en un ritmo doloroso, y mientras más continuaba, más sentía como éstas luchaban por salir de su piel.

En el inicio de los tiempos se decía que el Lucero era hermoso, su rostro había sido uno de los regalos de Dios y los habitantes del cielo lo miraban en devoción a su belleza, sus alas alguna vez fueron el tema de conversación de los querubines, tan grandes y brillantes, y la luz de los astros reflejaba en ellas destellantes llamas doradas. Pero el ángel caído perdió el digno placer de ser portador de semejante honor.

Se había bebido su propia sangre, que a pesar de estar sobre la noche era más oscura que el cielo nocturno, vio sus huesos marcarse en su piel que antes albergaba color, vio la luna burlarse de su desdicha, la escuchó reír con vehemencia al estar frente a la criatura más atroz sobre la tierra.

Ángel caído que había traicionado a su señor, nació la llama con que se le había otorgado su gracia, bastó un soplido para exterminar todo regalo concebido en nombre de Dios; fue entonces que en brazos de su amante gritó con desespero y rendición.

Su amante la vida lo había envuelto sobre su regazo, cual madre que protege a su hijo, mientras su voz recorría el jardín de Edén, muy similar a como lo haría un ángel de ser empujado a cantar.

«Lilith…». Fue la primera humana creada para dar compañía a su señor Adán, pero en el momento en que el Lucero reveló su presencia Lilith dio su existencia al ángel caído.

Se convirtió en amante del diablo, engendraría su semilla y gozaría de ser su acompañante en su Reino bajo la tierra.

Una humana que traicionaría a su creador por enamorarse del fruto del pecado, inconcebible su pensamiento a los ojos de los grandes, desde arriba fue juzgada y señalada, considerada la abominación que se reveló contra su Dios. Ella daría a luz a demonios, hijos maldecidos al ser el Lucero su padre por derecho.

Se había condenado en el momento en que desobedeció los mandatos de Dios, eligió de entre todas las cosas aferrarse a la viva imagen del portador de las sombras, ignoró los consejos de los grandes y escupió sobre las palabras de los ángeles.

Y entonces el Lucero cayó en cuenta de que se había aferrado de la misma manera; desde su descenso supo que le habían arrebatado sus cualidades, el corazón se le fue extirpado en frente de sus ojos, y en su momento comprendió con humillación reflejada en el rostro, como le quitaban la única cosa que lo mantenía conectado con la gloria de los cielos.

Pero el ángel caído dudó de carecer de corazón, al ver como sus pupilas se dilataban cuando estaba en presencia de su amada Lilith, como su sangre oscura palpitaba debajo de su cuerpo con desespero al sentirla tan cerca.

Sobre las llamas frías del infierno habían compartido la carne del otro, mientras en augurio los demonios bailaban pensando que pronto serían los conquistadores del Empíreo.

Creyó haberse consumido en el fuego en lujuria, creyó en la eternidad que Lilith poseería de ser tocada por la mano del infierno. Creyó ir de la mano a tomar el trono del creador, y creyó verla sentada junto a él siendo ambos aclamados por sus seguidores.

Pero al verla destruirse sobre sus delgados brazos, toda esperanza que albergara junto a ella se desvaneció en el momento en que sus labios tocaron los suyos fríos, muertos.

Había sido una luz que surgió en el que todos llamaban el paraíso, pero mientras más deshonraba la autoridad de Dios, su alma inmaculada se convertía en humo que la arrastraba hacia el infierno, siendo así un demonio más que seguía la ideología de su señor.

Alejado de sus pensamientos observó al pecador tendido en sus brazos, lo había visto caer en profundo sueño después de otorgarle la memoria que había perdido al ser arrojado al infierno.

Atrapado en un atadijo de ideas, no pudo apartar la mirada de la anatomía del pecador, se vio extrañado al sentir un atisbo de cercanía que le confundía la memoria.

En el nacimiento de sus entrañas despertó un sentimiento involuntario, el señor oscuro deseaba adentrarse en la mente de su súbdito; sin saber por qué, y sin encontrar oportunidad para detenerse, se deslizó sobre los ojos del hombre que sostenía en brazos.

Se decía que la mente de los que habían caído era oscura, repleta de temores y arrepentimientos, nunca se dijo que la mente del deshonrado podría tener un paisaje tan glorioso como el prado que se encontraba frente a sus ojos.

Sosegado el diablo, recorrió la vista con disimulo propio del señor oscuro, había quedado impresionado, milenios habían pasado desde la última vez que fue bendecido con paisajes similares.

Pero el pecador no estaba ahí, o más bien el Lucero no lo había visto; y a pesar de sus intentos por encontrarse con él, su presencia ni siquiera se sentía en el aire.

Con desilusión marcada en el rostro se dijo que era la hora de ponerse en marcha fuera de la mente del pecador, pero sólo bastó un parpadeo para que el dueño de sus pensamientos se manifestara delante suyo.

No era el hombre que había visto dirigirse a él en el infierno, las arrugas que adornaban su rostro habían desaparecido, su cabello volvía a ocupar su puesto por todo su cráneo, su altura había disminuido y una inocencia digna de un ángel se delataba en sus ojos, tan negros pero tan brillantes.

«Lilith… ». El pecador no formuló palabra a pesar de tener los labios entre abiertos, y aunque sus hermosos ojos miraban al diablo, no lo observaban, estaban perdidos en algún lugar de ese gran prado como parte de su mente.

El Lucero llevó sus manos al rostro inerte y sin expresión de su súbdito, contemplado cada parte de éste como un tesoro en bruto que aullaba por atención.

«Ángel…». Fue en ese momento en que las pupilas del pecador se agrandaron, lo observaba, y esa única palabra fue la que sus débiles labios pudieron articular. «Ángel, ¿dónde estoy?».

«En el cuerpo de este pecador, tú lo tomaste». La mirada que le fue dedicada por esa versión joven del pecador fue confusa, parecía no entender las palabras que con amor el diablo pronunciaba.

Desconcertado, el pecador habló «¿Qué estás diciendo?», su cuerpo temblaba bajo los brazos que fríos sostenían su faz, su señor lo miraba a los ojos como si intentara encontrar algo detrás de ellos.

«Mi pecador…mi pecado», sus ojos inyectados en almas se habían apagado después de articular esas palabras. «No eres Lilith, pero está adentro de ti…lo sé».

Apartado de las ideas en mente del rey, y consternado ante la confusión, pidió su salida ante la vaga clemencia que se le ocurrió pronunciar, pero no había palabra que naciera en su garganta.

Desde las bajas cavidades del infierno, el pecador sentía que sobre los cielos se formaban los grandes en fila para apreciar el espectáculo como una burla a su ingenuidad.

Y, como hombre que se desploma con suavidad ante la caída de una bomba, lloró por dentro al escuchar aquel nombre salir de los labios secos y delgados del ángel, sin conocer a la portadora que según dominaba parte de su existencia.

Con el Lucero se reflejó el llameante destino que le deparaba, destino que los demonios aclamarían de estar siendo tocados por la mano del infierno.

Entre dudas y respuestas inciertas se sumergían ambos como amantes que se tiraban de la mano, y aún así el pecador se sentía el único en ser arrastrado hacia la profundidad.

Había sido envuelto en los brazos de su señor antes de que su confusión se escapara de sus labios, se habría puesto a llorar de la impotencia de no ser por la extraña sensación de no poder hacerlo.

Y sobre las calmantes palabras del diablo, que bien podrían ser comparadas con el sonido de las olas del mar, se obligó a descansar sin el temor de desplomarse en el suelo si lo hacía.

Pero igual tuvo la incertidumbre de expresar su inevitable duda de qué estaba pasando. Como quien cuestiona similar a alzar el arma a punta de pistola.

Igual y si preguntaba, sabía que sus dudas se quedarían en el aire en un gesto poco grato, se creía que tal atrevimiento desviaría el foco de discusión, aún si no hubiera uno en concreto.

Vio al diablo mover los labios, sin embargo no lo escuchó, se imaginaba sacudiendo la cabeza que sobre sus manos frías se apoyaba, inmerso en una constante pesadez que le impedía mantenerse sobre sus propios pies.

El control sobre su cuerpo se había disipado como una estrella fugaz, se había desconectado de su mente, e impotente vio partir la aurora que se reflejaba como cristal en el suelo.

Se descubrió navegando en oscuridad infinita, no había ni un punto de luz en ese mar de absoluto vacío; sólo se veía el pecador en su constante agonía que sobre el brillo lloroso de sus ojos se reflejaba el vértigo como burla a su cobardía.

Casi que inconsciente se había perdido, aún si en realidad estuviera sólo atrapado en los rincones de su mente, que, sin pizca de bonhomía lo forzaba a rodear sus temores desde raíz.

«No nos tires al suelo», casi que sin pensarlo sus palabras salieron con plurales, que, como ya hacia costumbre, se clavaban como puñales que difícilmente podían compararse con clavos.

«Tengo la Cruz en el pecho», descalzos estaban los Ángeles que corrían en círculos, con los pies chapoteando en el vacío en armonía como escalones que llevaban a ninguna parte.

Más que lágrimas, era la sangre en vicio de placer quien inundaba el cielo blanco de sus ojos y se deslizaba con torpeza por sus mejillas llameantes en rojo.

Como oro en corona glorificada, nadaron con el único destino de encontrar a su señor. Aún perdidos en la miseria que se meneaba en sensual incitación; se encontró agarrado de su propia mano en defensa a su miedo, como quien decide cubrirse en sábanas de seda para protegerse del terror que emana del exterior.

Casi que sin saberlo, descendió con el pensamiento de la pesadez de sus cadenas, eran mares con formas de serpientes en un sincronizado espectáculo que en su cuerpo en asonancia con un escenario bailaban hasta verlo en asfixia. 

El Lucero no fue testigo siquiera de la danza en pos hacia el cielo. Fue un pecador con un alma encerrada en su cuerpo quien vio el desperdicio de sus brazos expulsando lágrimas, con discípulos translúcidos susurrando mentiras a su oído con promesas en vacías palabras que, según aclaraban, pronunció Dios.

Sobre su corona de espinas se alzaba un fuego envolvente que, desde raíz, quemaba su cabello, más no lo hacía desaparecer. Se vio nadando entre llamas a la vez que con interés viajaban sus ojos inyectados en sangre, posados, al final, a la hermosa silueta brillante, de una mujer portadora de una corona de relucientes dientes blancos.

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⏰ Última actualización: Nov 10, 2020 ⏰

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