Primer cuaderno De notas (parte 3)

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Esta medida de emergencia resultó recompensada por el éxito, tal como esperaba. Cuando mi padre volvió de Tokio, oí desde la habitación de los niños su vozarrón mientras se lo contaba a mi madre: «Estaba en una de las tiendas de juguetes de Asakusa y abrí la agenda; alguien había escrito “máscara de león”. Y no era mi letra.

Me quedé de lo más extrañado, aunque enseguida caí en la cuenta. Era una travesura de Yozo. Al volver, le pregunté y se quedó callado, riéndose nervioso. Seguro que se moría de ganas de tenerla. ¡Vaya chiquillo más raro! Simula que no le interesa nada para después ir a escribir con toda claridad lo que quiere. Si deseaba tanto la máscara, ¿por qué no me lo dijo desde el principio? ¡Me puse a reír en medio de la tienda! Anda, dile que venga».

Cierta vez reuní a los sirvientes en la habitación occidental y pedí a uno de los criados que aporreara como le viniera en gana las teclas del piano — pese a que vivíamos en provincias, nuestra casa tenía las comodidades propias de la ciudad— y, al ritmo de esa música, ejecuté una especie de danza india que hizo revolcarse de risa a todos. Uno de mis hermanos tomó una foto de mi representación.

Cuando la vimos, resultó que entre los dos pañuelos de hacer fardos de algodón blanco, que me había colocado a modo de taparrabos, asomaba mi pequeño pene, lo que de nuevo fue causa de gran regocijo.
Podría decirse que esto fue un
éxito muy por encima de mis expectativas.

Por aquel entonces, estaba suscrito a una decena de revistas infantiles mensuales y, además, solía encargar de Tokio toda clase de libros. Me convertí en un entusiasta del doctor Mencharakuchara[3] y del doctor Nanjamonja[4] y conocí historias espeluznantes, aventuras, cuentos cómicos y cancioncillas de Edo[5], que representaba con la mayor seriedad, causando que todos en casa se murieran de risa.

Pero ¿y la escuela? Parecía que me estaba ganando el respeto de todos. Aunque el hecho de que me respetaran me causaba un cierto pánico. Mi idea de alguien respetado consistía en una persona que había logrado engañar casi a la perfección a los demás pero que, al ser visto por un ser omnisciente e omnipotente, era humillado en una vergüenza peor que la muerte. Incluso si engañase a los seres humanos para que me respetaran, alguno de ellos se daría cuenta; y cuando les contara a los demás el engaño, entonces la ira de los humanos daría lugar a alguna horrible venganza. Sólo de pensarlo se me ponían los pelos de punta.

Esta fama en la escuela secundaria obedeció más que a ser hijo de una familia acomodada a que, supuestamente, tuviera talento. De pequeño era enfermizo, de manera que con frecuencia perdía un mes o dos de clases, o incluso un curso entero por estar en cama. Sin embargo, cuando estaba convaleciente e iba a la escuela en un rikisha[6] para hacer los exámenes de fin de año, siempre sacaba las mejores notas.

Cuando me sentía bien, no estudiaba en absoluto. Me pasaba las clases dibujando historietas, que en los descansos explicaba a los compañeros para hacerles reír. En las composiciones sólo escribía tonterías, por lo que los maestros me llamaban la atención, aunque no conseguían enmendarme. La razón es que yo sabía que, en secreto, se lo pasaban de lo lindo leyendo esas historias absurdas. Cierta vez escribí que mi madre me llevó a Tokio en tren y, por equivocación, oriné en una de las escupideras del pasillo; no es que no supiera para qué servían las escupideras, lo que ocurrió es que me hice el inocente. Sabía que el maestro lo iba a encontrar divertidísimo, por lo que le seguí sigilosamente en su camino a la sala de profesores. Vi que sacaba mi composición entre las de varias clases y se la leía por el pasillo sin poder contener la risa. Al llegar a la sala de profesores y terminar la lectura, estalló en tremendas carcajadas, poniéndose colorado como un tomate, y se la pasó a los demás maestros. Me sentía satisfecho a más no poder. ¡Qué travieso!
Había conseguido que me tomaran
por un niño travieso. Había evitado con éxito que me respetaran. Siempre sacaba sobresaliente en todo, excepto en conducta, donde no lograba más que un aprobado, lo que, a su vez, causaba gran regocijo a mi familia.

Sin embargo, mi verdadero carácter era completamente opuesto al de un niño travieso. Por aquel entonces, los criados ya me habían enseñado algo lamentable; me habían hecho perder la castidad. Incluso ahora pienso que hacerle eso a un niño es el más perverso y cruel de todos los delitos.

Pero no se lo conté a nadie. Sonreí débilmente, pensando que esto me permitía conocer un nuevo aspecto del ser humano. Si hubiera tenido la costumbre de contar las cosas tal como eran, quizá me hubiese atrevido a acusarles ante mis padres; pero lo cierto es que no los comprendía. No podía esperar que nadie me ayudara. Si se lo hubiera contado a mi padre, a mi madre, a la policía, a las autoridades o a cualquiera que tuviese poder en el mundo, tal vez me hubieran abrumado con excusas bien vistas por la sociedad. Está claro que existe el favoritismo, y estoy seguro de que acusar a los criados hubiera sido en vano. Por eso, mantuve oculta la verdad y continué haciendo el bufón.

«¿Eh, no tienes fe en el ser humano?
Por cierto, ¿cuándo te hiciste cristiano?», quizá alguien me pregunte burlándose. Pero no creo que la desconfianza en el ser humano tenga que surgir por motivos religiosos. ¿No es cierto que estas personas, incluidas las que se burlan de mí, viven tan tranquilas en la mutua desconfianza, sin que la existencia de Dios se les pase por la cabeza?
Esto ocurrió cuando era pequeño. Un político muy conocido del partido al que pertenecía mi padre vino a nuestro barrio para pronunciar un discurso. Los sirvientes me acompañaron al teatro donde iba a celebrarse la reunión. La sala estaba abarrotada, y la mayoría de los presentes, conocidos de mi padre, aplaudieron con entusiasmo. Cuando terminó el discurso, los asistentes salieron en grupos de tres o cinco a la calle nevada ya oscura echando pestes.

Algunas voces eran de amigos particularmente cercanos a mi padre. Comentaban que mi padre había sido de lo más torpe al presentar al político y que no hubo modo de comprender el discurso de este. Sin embargo, una vez en la sala de visitas de nuestra casa, dijeron con genuina alegría en el rostro que el discurso había sido un auténtico éxito. Cuando mi madre preguntó a los sirvientes qué tal había sido ese discurso, repusieron con la mayor frescura que había sido muy interesante; mientras que, en realidad, en el camino de vuelta no habían parado de refunfuñar, diciendo que lo más aburrido en el mundo era un discurso político.

Pero esto no es más que un pequeño ejemplo. Las personas se engañan unas a otras del modo más natural y, sorprendentemente, sin resultar lastimadas. Parecen no darse ni cuenta de la superchería. Creo que su vida está llena de ejemplos nítidos, puros y claros de desconfianza. No obstante, a nadie parece preocuparle este intercambio de falsedades. Yo mismo engaño a los demás desde la mañana a la noche con mis bufonerías. No tengo el menor interés en eso que los libros de texto llaman moral. Me cuesta entender que el ser humano viva o quiera vivir con pureza, claridad y felicidad en medio de toda esta mentira mutua. Nunca me han explicado la razón de esta habilidad. Si lo hicieran, quizás me librarían del terror que siento por ellos o de mis representaciones desesperadas. O quizá también de mi enfrentamiento con ellos y del infierno que experimentaba todas las noches. En suma, no había evitado contar sobre el odioso delito de los criados debido a la desconfianza en el ser humano ni, por supuesto, al cristianismo. Creo que fue porque ellos cerraron con firmeza la cascara de la confianza a ese pequeño Yozo.

Hasta mis propios padres se comportaron de una forma incomprensible para mí.
Años después, muchas mujeres fueron capaces de detectar el olor de la soledad que nunca había mostrado a nadie, y me da la impresión de que esta fue la causa de que abusaran de mí. De hecho, las mujeres me consideraron un hombre capaz de guardar un secreto de amor.


Indigno de ser humanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora