Que se enamoraran de mí o que yo me enamorara de ellas… Qué impresión tan vulgar y burlesca me producían estas palabras; mas, al mismo tiempo, cuánta complacencia. Por más solemne que fuera el momento, al aparecer alguna de esas palabras, se desmoronaban los templos de la melancolía y quedaba un sentimiento de vacío. Aunque, curiosamente, si se reemplazara la expresión «el problema de que se enamorasen de uno» por la más literaria de «la inquietud de ser amado», los templos de la melancolía se podrían mantener a salvo.
Takeichi me obsequió con el estúpido elogio de que «muchas mujeres se enamorarían de mí» porque tuve la amabilidad de limpiar el pus de sus oídos. En ese momento, me ruboricé y me limité a sonreír en silencio, aunque ya tenía una leve idea de que podría tener razón. Pero usar esa expresión causaba un efecto simplón de galancillo de teatro, muy distinto de mis premoniciones.
A mí siempre me costó mucho menos entender a los hombres que a esa clase de ser humano llamado mujer. En mi casa, las mujeres siempre fueron más numerosas que los hombres; lo mismo ocurría entre mis parientes cercanos, y también fue una mujer la sirvienta del delito. Cuando era pequeño solía jugar sólo con niñas, pero no creo exagerar si digo que me relacionaba con ellas con la cautela de quien anda sobre una fina capa de hielo. No podía entenderlas. Andaba totalmente a oscuras en lo que a ellas se refería y, a veces, como si hubiera pisado la cola de un tigre, terminaba con penosas heridas. Al contrario de lo que sucede con las causadas por el látigo de un hombre, esas heridas eran profundas y dolorosas, como si de una hemorragia interna se tratase, y resultaban muy difíciles de curar.
Las mujeres me atraían hacia ellas, sólo para dejarme tirado después. Cuando había gente delante me trataban con desprecio y frialdad, sólo para abrazarme con pasión al quedarnos solos. También me di cuenta de que las mujeres duermen con tanta profundidad como si estuvieran muertas; me pregunto si no viven para dormir. Estas y otras observaciones las hice siendo un niño, llegando a la conclusión de que parecen una raza totalmente distinta de los hombres. Y lo más raro es que estos seres incomprensibles, con los que hay que andarse con tiento, siempre me han protegido. No he dicho «enamorarse de mí» o «amarme». Esto no se correspondería con la realidad. Quizá sea más exacto decir que «me han protegido».
Además, me siento más cómodo haciendo las bufonerías ante mujeres. Los hombres no van a reír mucho tiempo de mis representaciones. Sé que, si con el entusiasmo del momento se me va la mano, la cosa terminará mal; por eso, pongo extremo cuidado con parar en el punto justo. Pero las mujeres no conocen la moderación. Por más que prolongue mi bufonería, me piden más y más hasta dejarme agotado. Hay que ver cómo se ríen. Está claro que las mujeres saben disfrutar de los placeres más que los hombres.
Las hermanas de la casa donde vivía cuando estudiaba secundaria solían visitarme a mi habitación en sus ratos libres. Cada vez que llamaban me daban un sobresalto considerable.
—¿Estás estudiando?
—No, qué va —decía con una sonrisa, cerrando el libro—. ¿Sabéis qué? Hoy en la escuela, el maestro de geografía, apodado Kombo…
Y me lanzaba a contar historias divertidas, sin relación alguna con lo que tenía en la mente.
Cierta noche, ambas vinieron a mi habitación y, después de hacerme representar mis bufonerías un buen rato, la menor me dijo:
—Yochan, pruébate las gafas.
—¿Para qué?
—Tanto da, pruébatelas. Anda, toma las gafas de Anesa[7].
Solían hablar con brusquedad, como si dieran una orden. El bufón se puso dócilmente las gafas. Enseguida, las dos se comenzaron a morir de risa.
—¡Pero si es igualito a Harold
Lloyd! ¡Idéntico!
En esa época, este actor extranjero tenía mucho éxito en Japón.
—Señoras y caballeros —comencé, levantándome y alzando una mano para saludar—, quisiera agradecer a mis admiradores japoneses…
Las hermanas se desternillaban. A partir de ese día, siempre que llegaba una película de Harold Lloyd al cine local la iba a ver y estudiaba en secreto sus expresiones.
Una tarde de otoño, cuando estaba leyendo en la cama, Anesa entró veloz como un pájaro a mi habitación y se dejó caer llorando sobre el edredón.
—Me vas a ayudar, ¿verdad, Yochan? ¿A que sí? Nos marcharemos juntos de esta casa, ¿vale? Ayúdame, ayúdame, por favor —dijo con desespero, poniéndose a llorar de nuevo.
No era la primera vez que una mujer se mostraba así conmigo. Por eso, no me asusté ante las palabras exaltadas de Anesa; más bien me aburrió su vacuidad y falta de sustancia. Me levanté, tomé un caqui de encima del escritorio, lo pelé y le di un pedazo.
—¿No tienes algún libro interesante para prestarme? —dijo, comiéndose el caqui entre sollozos.
Saqué de mi estantería Soy un gato, de Natsume Soseki.
—Gracias por el caqui —dijo, sonriendo un poco avergonzada, y salió de la habitación.
No ha sido sólo con Anesa. Comprender los sentimientos de cualquier mujer es más complicado y desagradable que estudiar las emociones de una lombriz. Según mi experiencia, que viene de cuando era niño, cuando una mujer se pone a llorar de repente, lo mejor es ofrecerle algún dulce y enseguida mejora su humor.
Su hermana menor, Secchan, solía traer a sus amigas a mi habitación y, como era mi costumbre, me ocupaba de divertirlas a todas por igual.Cuando se marchaban, Secchan las criticaba sin falta diciendo que no eran buenas muchachas y que tuviera cuidado. Si era así, ¿por qué se molestaba en invitarlas? En todo caso, a causa de ella mis visitantes eran casi siempre mujeres.
Sin embargo, esto no significa que se hubiera comenzado a cumplir el elogio de Takeichi de que las mujeres se enamorarían de mí. Ni mucho menos. Yo no era más que el Harold Lloyd de Tohoku. Las palabras ignorantes de Takeichi, esa profecía horrible, todavía tardarían bastantes años en cumplirse, tomando vida de una forma desafortunada.
Takeichi me hizo otro regalo valioso.
—Mira, ¡el retrato de un fantasma! —exclamó un día, mostrándome una lámina de colores al entrar en mi habitación.
«¿Qué es esto?», pensé. En ese momento me estaba mostrando el camino de escape, como supe muchos años después. Yo conocía la imagen. No se trataba más que del conocido autorretrato de Van Gogh. Cuando era pequeño, la escuela impresionista francesa estaba muy de moda en Japón. Nuestro aprendizaje de arte occidental solía comenzar por esos trabajos. Incluso una escuela secundaria de provincias tenía reproducciones de cuadros de Van Gogh, Gauguin, Cézanne y Renoir, entre otros. Yo había visto muchas de estas pinturas. Conocía bastantes obras de Van Gogh y recuerdo haber encontrado interesante el uso tan vivo de los colores; pero nunca se me pasó por la cabeza que fueran pinturas de fantasmas.
—¿Qué te parecen estas? ¿También son fantasmas? —dije, mostrándole un libro de láminas de Modigliani, con mujeres desnudas de piel bronceada, que acababa de sacar de mi estantería.
Takeichi abrió los ojos admirado.
—¡Anda! Parecen los caballos del infierno.
—Ya. O sea que fantasmas…
—Me gustaría dibujar a fantasmas como estos.
Las personas que temen a otros seres humanos desean ver espectros de apariencia todavía más horrible; las que son nerviosas y se asustan con facilidad, rezan para que la tormenta sea lo más violenta posible; y ciertos pintores, que han sufrido a causa de unos fantasmas llamados seres humanos, acaban
creyendo en cosas fantásticas y viendo espectros en pleno día, en medio de la naturaleza. Pero ellos no se dedican a engañar con bufonerías, se esfuerzan en pintar exactamente lo que vieron. Tal como dijo Takeichi, pintaron «cuadros de fantasmas», ni más ni menos.
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Indigno de ser humano
Teen FictionOsamu Dazai Indigno de ser humano Título original: 人間失格 (Ningen shikkaku) Osamu Dazai, 1948 Esta es la traducción de la obra indigno de ser humano Aviso que la traducción no me pertenece. La comparto por qué me gusta mucho este libro y me gustaría...