Primer cuaderno de notas (parte 2)

410 26 5
                                    

He pasado por tantos infortunios que uno solo de ellos podría terminar más que de sobra con la vida de cualquiera. Hasta eso he llegado a pensar. La verdad es que no puedo comprender ni imaginar la índole o grado del sufrimiento de los demás.

Quizá los sufrimientos de tipo práctico, que puedan mitigarse con una comida, tienen solución y por eso mismo sean los menos dolorosos. O puede tratarse de un infierno eterno en llamas que supere mi larga lista de sufrimientos; pero esto los hace todavía más incomprensibles para mí.

Mas, si pueden seguir viviendo sin matar o volverse locos, interesados por los partidos políticos y sin perder la esperanza, ¿se puede llamar a esto sufrimiento? Con su egoísmo, convencidos de que así deben ser las cosas, sin haber dudado jamás de sí mismos. Si este es el caso, el sufrimiento es muy llevadero. Quizá así sea el ser humano, y esto es lo máximo que podamos esperar de él.

No lo sé...

Después de dormir profundamente, supongo que se levantarán refrescados. ¿Qué sueños tendrán? ¿Qué pensarán cuando caminan por la calle? ¿En dinero? ¡No puede ser sólo esto! Creo recordar haber oído la teoría de que el ser humano vive para comer, pero nunca he escuchado a nadie decir que viviera para ganar dinero. Desde luego que no. Pero en ciertas circunstancias... No, tampoco lo entiendo. Cuanto más pienso, menos entiendo. Me persigue la inquietud y el miedo de sentirme diferente a todos. Casi no puedo conversar con los que me rodean. No sé qué decir, ni cómo decirlo.

Así es cómo se me ocurrieron las bufonadas. Era mi última posibilidad de ganarme el afecto de las personas.

Pese a que temía tanto a la gente, al parecer era incapaz de renunciar a ella. Y esas bufonadas fueron la única línea que me unía a los demás. Mientras que en la superficie mostraba siempre un rostro sonriente, por dentro mantenía una lucha desesperada, que no daba fruto más que en el uno por mil, para ofrecer ese agasajo.

Desde pequeño, ni siquiera tenía la menor idea de los sufrimientos de mi propia familia o de lo que pensaba. Sólo estaba bien al corriente de mis propios miedos y malestares. En algún momento, me convertí en un niño que nunca podía decir la verdad. En las fotos familiares, todos ponían unas caras de lo más serias. Es extraño, tan sólo yo aparecía sonriente. Era una más de mis habituales bufonadas infantiles.

Nunca respondí a ninguna reprimenda de mi familia. Estaba convencido de que era la voz de los dioses que me llegaba desde tiempos ancestrales. Al escucharla, sentía que iba a perder la razón; y, por supuesto, no estaba en condiciones de contestar, ni mucho menos. Esas voces me parecían
«la verdad», procedente de muchos siglos atrás.

Y como yo no tenía la menor idea de cómo actuar respecto a esa verdad, comencé a pensar que no me era posible vivir con otros seres humanos. Por eso, no podía discutir ni defenderme. Cuando alguien decía algo desagradable de mí, me parecía que estaba cometiendo un craso error. Sin embargo, siempre recibía esos ataques en silencio; aunque, por dentro, me sentía enloquecer de pánico. Desde luego, a nadie le gusta que le critiquen o se enojen con él.
Por lo general, las personas no muestran lo terribles que son. Pero son como una vaca pastando tranquila que, de repente, levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano. Basta que se dé la ocasión para que muestren su horrenda naturaleza. Recuerdo que se me llegaba a erizar el cabello de terror al pensar en que este carácter innato es una condición esencial para que el ser humano sobreviva. Al pensarlo, perdía cualquier esperanza sobre la humanidad.

Siempre me había dado miedo la gente y, debido a mi falta de confianza en mi habilidad de hablar o actuar como un ser humano, mantuve mis agonías solitarias encerradas en el pecho y mi melancolía e inquietud ocultas tras un ingenuo optimismo. Y con el tiempo me fui perfeccionando en mi papel de extraño bufón.

No me importaba cómo; lo importante era conseguir que se rieran. De esta forma, quizá a los humanos no les importara que me mantuviera fuera de su vida diaria. Lo que debía evitar a toda costa era convertirme en un fastidio para ellos. Debía ser como la nada, el viento, el cielo. En mi desesperación, no sólo me dedicaba a hacer reír a mi familia sino también a los sirvientes, que temía aún más porque me resultaban incomprensibles.

Cierta vez, en pleno verano, me paseé por los pasillos supuestamente ataviado con un suéter rojo bajo mi ligero kimono y todos se murieron de risa.

-Yochan[2], te sienta fatal -dijo entre carcajadas mi hermano mayor, que casi nunca se reía, en un repelente tono cariñoso.
Incluso yo no soy tan insensible al frío y al calor como para ponerme un suéter en los d/as más calurosos. Me había puesto unas polainas de mi hermana menor, de modo que asomasen por las mangas del kimono y pareciera que llevara un suéter.
Mi padre solía viajar a Tokio por negocios con tal frecuencia que hasta tenía una residencia en Sakuragicho, en el barrio de Ueno. Solía pasar más de medio mes en esa casa y cuando regresaba traía un montón de regalos para la familia y los parientes. Era algo que le encantaba hacer.

Cierta noche, antes de partir a Tokio, nos reunió a todos los niños en la sala de visitas y, entre sonrisas, nos preguntó a cada uno qué queríamos que nos trajera, anotándose la respuesta en la agenda. No era habitual que fuese tan afectuoso con nosotros.

-¿Y tú Yozo? -preguntó.
Yo me quedé balbuceando y no pude responder.

Como me preguntó de repente qué quería, lo primero que se me ocurrió es que no quería nada. Me pasó por la cabeza que tanto daba; de todas maneras, nada me causaría alegría. Pero, al mismo tiempo, no era capaz de rechazar algo que me ofrecieran por más contrario que fuese a mis propios gustos. Cuando algo no me gustaba, no podía decirlo a las claras; y cuando algo me gustaba, lo aceptaba con timidez, como si fuera un ladrón, con expresión de disgusto, presa de un terror indescriptible. En suma, que no podía elegir entre dos alternativas. Esta fue una de mis características que, más adelante, se convirtió en la principal causa de mi vida vergonzosa.

Mientras estaba allí, callado y vacilante, mi padre pareció un poco disgustado.

-Podría ser un libro, ¿no? O si no una máscara de león, de las que se usan para las danzas de Año Nuevo. En las tiendas de Asakusa venden unas para niño a precios razonables. ¿No quieres una?
Me preguntó si quería algo, mas no supe qué decir. Ni me salió ninguna respuesta graciosa. El bufón había fracasado.

-Estaría bien un libro, ¿no? - intervino mi hermano con la expresión seria.

-¿Ah, sí? -dijo mi padre con la ilusión totalmente desvanecida del rostro y cerró bruscamente la agenda sin tomarse la molestia de anotar nada.

Vaya desastre. Había causado que mi padre se enojara y seguro que debía temer su venganza. Tenía que hacer algo antes de que fuese demasiado tarde. Esa noche, temblando bajo el edredón, me devané los sesos para encontrar una solución. Al final, me levanté, entré en la sala de visitas, abrí el cajón del escritorio donde mi padre guardaba la agenda, la abrí y pasé las páginas hasta encontrar donde tenía anotados los pedidos de regalos. Lamí la punta de un lápiz, anote «máscara de león» y volví a la cama.

De hecho, no deseaba en absoluto la máscara para la danza del león; incluso hubiera preferido un libro. Pero me había dado cuenta de que mi padre quería comprarme una máscara de león y, como quería que recuperase su buen humor, me había aventurado en plena noche a entrar subrepticiamente en la sala de visitas.

Indigno de ser humanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora