Segundo cuaderno de notas (parte 3)

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Entonces supe que esos fantasmas serían mis amigos de ahora en adelante. Me excité tanto que apenas pude contener las lágrimas.

—Yo también voy a pintar. Pintaré cuadros de fantasmas, de caballos del infierno —dije a Takeichi, bajando mucho la voz sin saber por qué.

Desde la escuela primaria, me gustó tanto pintar como mirar cuadros. Pero las pinturas nunca obtuvieron un reconocimiento similar al de mis historietas. Lo cierto es que no tenía la menor confianza en las opiniones de los seres humanos y, en lo que a mí respecta, las historietas eran una de mis bufonadas para saludar al público. Tanto en la escuela primaria como en la secundaria, los dibujos encantaban a mis maestros, pero a mí no me interesaban en absoluto.

Sólo me esforcé con las pinturas — los dibujos eran otra cosa— e intenté crear mi propio estilo, por infantil que fuera. Los libros de la escuela con dibujos para copiar eran de lo más aburrido; las pinturas de los maestros, desastrosas; y yo me vi obligado a buscar como pude una forma de expresión.

Cuando comencé la escuela secundaria, ya tenía los útiles necesarios para pintar al óleo. Intenté copiar las obras impresionistas, pero el resultado fueron pinturas tan muertas como figuras recortables, y me di cuenta de que seguir por este camino sería un error. Vaya tontería y falta de criterio el intentar mostrar un objeto hermoso con esa belleza. Los maestros eran capaces de plasmar la belleza en objetos de lo más trivial e incluso encontraban interesante describir algo tan feo que causara náuseas por el puro placer de expresarse, sin preocuparse de la opinión ajena. Después de que Takeichi me iniciara de un modo tan primitivo en el secreto de la pintura, me dediqué a pintar autorretratos, cuidando de que no los vieran mis visitantes femeninas.

Mis cuadros eran tan lúgubres que casi me dejaban helado a mí mismo. En ellos estaba plasmada mi verdadera naturaleza, que mantenía escondida en lo más profundo de mi corazón. En la superficie me reía alegremente y hacía reír a los demás; pero, en realidad, era así de sombrío. Como no había nada que hacer, en secreto afirmaba esta naturaleza. Sin embargo, aparte de Takeichi, no se los mostré a nadie. Si alguien descubriese mi lobreguez tras la máscara de bufón, seguro que comenzaría una estrecha vigilancia. Por otra parte, existía el peligro de que no reconocieran mi verdadera naturaleza y lo tomaran como una bufonada más, lo que causaría grandes risotadas. Esto sería lo más horrible que pudiera suceder. Y así, cada vez que terminaba un cuadro, me apresuraba a esconderlo en el fondo del armario.

Desde luego, en la clase de dibujo nunca mostré mi «estilo espectral» y continué pintando como hasta ahora las cosas bonitas como tales con la pertinente mediocridad.

Sólo podía mostrar a Takeichi, y lo hacía como lo más natural, mi carácter sensible. Cuando vio mis primeros autorretratos, me elogió muchísimo. Al mostrarle dos o tres de mis cuadros de fantasmas, hizo su segunda profecía: «Serás un gran pintor».

Cuando me marché a Tokio, llevaba grabadas en la cabeza las dos profecías del bobalicón de Takeichi: que las mujeres se enamorarían de mí y que sería un gran pintor.

Quería entrar en una escuela de arte, pero mi padre me puso en una escuela superior con la intención de convertirme en un funcionario. Como ya estaba decidido y yo no estaba acostumbrado a llevar la contraria, obedecí sin preocuparme demasiado. Me había ordenado que hiciera el examen en el cuarto año, uno antes de terminar el colegio, y así lo hice. En realidad, estaba ya más que harto de mi escuela junto al mar con los cerezos. Como aprobé, entré en la escuela de Tokio sin terminar el quinto año. Enseguida tuve la oportunidad de experimentar la vida en un dormitorio estudiantil, aunque la suciedad y la violencia me resultaron insoportables. Ahí no estaba la cosa para bufonerías.

Conseguí que un médico me diagnosticara una dolencia pulmonar y me trasladé a la residencia de mi padre en Sakuragicho, en el barrio de Ueno. Tenía claro que nunca me hubiera podido acostumbrar a esa vida. Me causaba escalofríos oír acerca del ardor y el orgullo de la juventud, y, en cuanto al espíritu estudiantil, era algo que no iba conmigo en absoluto. Tanto las aulas como el dormitorio eran escenario de los deseos sexuales más retorcidos. Aquello era un vertedero donde no servían para nada mis habituales actuaciones de bufón.

Cuando no había sesiones en el parlamento, mi padre no pasaba más que una o dos semanas al mes en la casa. En su ausencia, tan sólo quedábamos tres personas en la gran residencia: una pareja de ancianos que se ocupaban de todo y yo.
Por mi parte, faltaba bastante a clase, aunque no porque me dedicara a conocer los lugares famosos de Tokio — parece que acabaré por no visitar nunca el santuario de Meiji, la estatua de Masashige Kusunoki o las tumbas de los cuarenta y siete samuráis—, sino que me pasaba el día entero en casa, leyendo o pintando.

Cuando mi padre estaba en Tokio, cada mañana me apresuraba a la escuela, aunque a veces iba a una clase de pintura del maestro Shintaro Yasuda, en Sendagicho, del barrio de Hongo. Me solía pasar hasta tres o cuatro horas practicando dibujo. Lo cierto es que iba a clase como simple oyente desde que dejé el dormitorio. Quizá se tratase tan sólo de envidia, pero, en todo caso, nunca tuve un sentimiento definido de pertenecer al mundo estudiantil. Desde la escuela primaria y secundaria a la superior, jamás comprendí el amor por la propia escuela, y ni una sola vez me tomé la molestia de aprenderme el himno.

Al poco tiempo de estudiar pintura, uno de mis compañeros me hizo conocer el alcohol, el tabaco, las prostitutas, las casas de empeño y el pensamiento de izquierda. Parece una combinación un poco rara, pero así aconteció en realidad.

Este compañero se llamaba Masao Horiki. Había nacido en Shitamachi, la zona castiza de Tokio, y era seis años mayor que yo. Se había graduado en una escuela de arte, pero como no tenía taller en casa iba regularmente a la clase para continuar aprendiendo pintura occidental.

Nos conocíamos de vista y no habíamos hablado ni una sola vez cuando cierto día me dijo:

—Oye, ¿me prestas cinco yenes?
Me quedé tan turbado que se los pasé sin más.

—¡Estupendo! Vamos a tomar una copa. Hoy invito yo.

No podía negarme. Me llevó a un café en Horaicho, cerca del taller de pintura. Este fue el principio de nuestra amistad.

—Ya hace tiempo que me había fijado en ti. Eso, eso. Esta sonrisa tímida tuya es característica de los artistas prometedores. Bueno, vamos a brindar por nuestro encuentro.

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⏰ Última actualización: Sep 24, 2020 ⏰

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