Segundo cuaderno de notas (parte 1)

236 19 2
                                    

A la orilla del mar, tan cerca que podría parecer que allí mismo rompían las olas, crecía una hilera de más de veinte enormes cerezos silvestres de tronco negruzco.

Cada abril, cuando comenzaba el curso, los cerezos abrían sus espléndidas flores, junto con las hojas nuevas de color verde pardo y apariencia húmeda, que se recortaban contra el azul del mar.

Después caían los pétalos como una tormenta de nieve, se esparcían sobre el agua, se quedaban flotando como pálidas incrustaciones de nácar y volvían a la arena. Esa playa era la zona de recreo de la escuela secundaria donde estudiaba, en la región de Tohoku.

Pese a que no había preparado como era debido el examen de ingreso, logré que me aceptaran. La gorra y los botones del uniforme lucían como emblema una flor de cerezo estilizada.

Cerca de la escuela se encontraba la casa de unos parientes lejanos. Esta fue una de las razones por las que mi padre había elegido esta escuela de los cerezos junto al mar. Yo quedé a cargo de esta familia, cuya casa estaba tan próxima que, incluso saliendo después de oír la campana matinal, podía llegar a tiempo a clase. Era un estudiante bastante perezoso; sin embargo, mi bufonería hizo que cayera bien a mis compañeros.
Por primera vez, vivía en un lugar distinto a mi vieja casa natal, y se me hacía mucho más agradable. Quizá en parte se debiera a que había perfeccionado mi bufonería y ya no me costaba prácticamente esfuerzo alguno; pero también influía el cambio de hacerlo ante parientes o extraños, en el propio lugar o en otro distinto. La diferencia de representar en ambos lugares sería significativa hasta para un genio o el propio Jesucristo. Para un actor, el escenario más duro es el teatro de su propia ciudad. Imagino que, incluso para alguien con talento, es imposible hacer una buena actuación ante todos los parientes reunidos en una sala. Pero yo lo conseguí y, además, con notable éxito. Con tal experiencia, era imposible fallar en un lugar ajeno.
Quizá, en el fondo de mi corazón, se había incrementado el miedo ante el ser humano, pero era capaz de representar el papel elegido con creciente soltura. En el aula, podía hacer que todos se rieran en cualquier momento y, aunque el maestro se quejaba de que sólo sería posible dar una buena clase si yo no estuviera, lo cierto es que tenía que colocarse la mano ante la boca para ocultar que se le escapaba la risa. Hasta podía hacer estallar en carcajadas al instructor de prácticas militares, que tenía una estentórea voz de bárbaro.

Cuando ya empezaba a relajarme, convencido de haber logrado la identidad deseada, recibí una puñalada por la espalda. Como suele acontecer, el agresor era el más debilucho de la clase, de rostro pálido e hinchado, y vestido con ropas tan holgadas como un antiguo cortesano, prueba irrefutable de que las había heredado de su padre o de algún hermano. Para redondear, era un
desastre en todos los estudios y tan torpe en ejercicios militares o gimnasia que todos lo tenían casi por un perfecto idiota. Hasta yo no me di cuenta de la necesidad de estar alerta contra él.

Cierto día, a la hora de gimnasia, ese muchacho —creo recordar que se llamaba Takeichi—, ese tal Takeichi, estaba observando cómo hacíamos ejercicios en las barras. Con la expresión de tratar de hacerlo lo mejor posible, me lancé a la barra con un grito. Pero pasé de largo y caí sentado en la arena con un sonoro golpetazo. Era un fallo premeditado, pero todos se murieron de risa y yo me levanté con una sonrisa compungida, sacudiéndome la arena de los pantalones. Fue entonces cuando Takeichi se me acercó por la espalda y me dijo en voz muy baja: «Lo has hecho a propósito».
Me quedé temblando. Si alguien hubiera podido darse cuenta de que fallé a propósito, nunca se me hubiera ocurrido que fuera Takeichi, precisamente. Durante unos momentos, me pareció que el mundo había quedado envuelto en las llamas del infierno y tuve que hacer un gran esfuerzo para no dar un grito enloquecido.

Pasé los días siguientes sumido en la inquietud y el miedo. En la superficie continuaba, como siempre, haciendo reír con mi infeliz bufonería; pero, de repente, se me escapaban unos suspiros sofocados. Hiciera lo que hiciese, Takeichi descubría mis intenciones; seguro que pronto me pondría en
evidencia ante toda la escuela. Sólo de pensarlo, se me cubría la frente de sudor y me ponía a echar miradas a mi alrededor con la extraña expresión de un loco. No me hubiera separado de Takeichi desde la mañana hasta la noche, para asegurarme de que no divulgara mi secreto. Pensé en consagrarle mi tiempo, a fin de convencerle de que mi bufonería no era forzada sino genuina; si fueran las cosas bien, me convertiría en su mejor amigo; pero, si fuera imposible, no me quedaría más remedio que rezar para que muriera. Por supuesto, no deseaba matarle. En toda mi vida, muchas veces he deseado ser asesinado, aunque ni una sola he pensado en quitar la vida a nadie. Será porque, al contrario, deseo hacer felices a las demás personas.
Para ganarme a Takeichi, opté por la amable sonrisa cristiana, con el cuello inclinado treinta grados a la izquierda, y por rodearle levemente los escuálidos hombros hablándole con fingida dulzura cuando le invitaba a mi casa. Pero él se quedaba siempre callado, con una expresión indefinida. Cierto día, creo recordar que fue a principios de verano, comenzó a llover a cántaros después de que se terminaran las clases. Los compañeros parecían no saber cómo arreglárselas para volver a casa. Como la mía estaba muy cerca, me dispuse a llegar en una corrida. Entonces, junto a la estantería del calzado, vi a Takeichi que estaba de pie con aspecto decaído y le propuse que me acompañara a casa, que le prestaría un paraguas. Como vacilaba, le tomé de la mano y salimos corriendo bajo la lluvia. Al llegar, le pedí a mi tía que secase nuestras chaquetas y así logré llevármelo a mi habitación, en la primera planta.

En esa casa vivían mi tía, que había pasado de los cincuenta, una prima de unos treinta años, con gafas, alta y de aspecto enfermizo —se había casado, pero regresó a su hogar materno— y otra que había terminado la escuela secundaria poco tiempo atrás. No se parecía en nada a su hermana, ya que era bajita y con un rostro redondo. En la planta baja de la casa había una pequeña papelería, que también vendía algunos artículos de deporte. Sin embargo, la fuente principal de ingresos de la familia eran las rentas de seis viviendas que había dejado mi fallecido tío.

—Me duelen los oídos —dijo Takeichi, de pie en mi habitación.

—¿Será porque te entró agua con la lluvia?
Cuando eché una mirada, ambas orejas mostraban síntomas de una espantosa otorrea. Tenían tanto pus que parecía estar a punto de desbordarse por los lóbulos.

—¡Qué barbaridad! ¡Con razón te duele! —exclamé, exagerando a propósito, y añadí con palabras bondadosas como las de una mujer—: Perdona que te haya arrastrado a venir bajo esa lluvia.

Bajé para buscar algodón y alcohol. Entonces acomodé la cabeza de Takeichi sobre mis rodillas y le desinfecté los oídos con esmero. Ni él se dio cuenta de que todo era un montaje hipócrita.

—Seguro que muchas mujeres se enamorarán de ti —dijo con la cabeza en mi regazo.

Fue un cumplido vacío, pero resultó una profecía diabólica, como nunca hubiera podido imaginar ese Takeichi.

Indigno de ser humanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora