Capítulo 21: "El Regreso"

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   Los ardientes rayos del sol brillaban en el asfalto de la solitaria carretera. En medio de la nada misma, rodeado de pastos largos y el bosque que se tendía a lo lejos, el joven moreno que tiempo atrás había trabajado para Elisa Rocci, iba con su bicicleta a toda velocidad. Pedaleaba atento al camino que tenía frente a sus ojos. Se limpiaba el sudor que le caía por la frente con el cuello de su vieja remera, manchada con tierra. 

   Metros detrás, Marcoval conducía su coche, aferrado al volante. Quería pasar a quien iba delante, pero el joven se interponía en su camino, sin haber notado su presencia. La radio sonaba de fondo. Como todas las mañanas, transmitían su música alegre para así levantar los ánimos de los pueblerinos. 

   Hambriento, el oficial estiró su mano derecha hacia la guantera, en donde guardaba sus dulces. Al hacerlo, notó el reflejo de la luz del sol que ingresaba por las ventanillas, en un pequeño y extraño objeto que yacía tendido debajo del asiento de al lado. Contemplándolo detenidamente, descubrió que se trataba de uno de los anillos de la difunta periodista. Al parecer, se le había caído en el forcejeo de aquel día. Para no olvidarse luego, decidió recogerlo. Fue entonces que, por accidente, presionó el acelerador y atropelló al pobre moreno, pasando por arriba de su cuerpo y de la bicicleta, la cual se deslizó hasta la banquina.

   Inmediatamente, Marcoval dio un giro al volante y se detuvo a un costado de la ruta, sobre los pastizales. Protestando en voz baja, recorrió su alrededor con la mirada, asegurándose de que no hubiera otro vehículo en la zona. A paso lento, se aproximó al joven, quien agonizaba en el suelo. Había dejado un rastro de sangre. Su pierna izquierda se daba vuelta como si su cuerpo no tuviera huesos. Respiraba al igual que un pez a punto de morir, abriendo y cerrando la boca en busca de oxígeno.

  -La puta madre -susurró llevándose las manos a la cabeza-. ¡Mierda! -exclamó. Antes de que alguien más llegase a la escena, tomó al joven de los pies y lo arrastró hasta su coche. Luego, lo cargó con sus brazos y lo metió dentro del baúl. Su víctima, utilizando su último aliento, estiró las manos y balbuceó, dando a entender que necesitaba un médico. El oficial soltó una expresión de desagrado y cerró, dejándolo a oscuras y con el aire suficiente como para sobrevivir unos minutos más. 

   Finalmente, tomó la bicicleta y la arrastró hasta la vegetación, ocultándola entre unas plantas. Segundos después, subió a su coche y continuó su camino, como si absolutamente nada hubiese pasado.

   Tras media hora de viaje, por fin llegó a su destino, una casa de ladrillo ubicada en la cima de una colina rocosa, al borde de un acantilado, rodeada de altos árboles que dificultaban su avistamiento. Luego de estacionar frente a la vieja puerta de madera trabada con cadenas, descendió del coche y dio la vuelta. Con cautela, abrió el baúl. El joven ya había muerto. 

   Con todas sus fuerzas, cargó el cuerpo sobre sus hombros y sacó las cadenas, para después adentrarse en aquella fría casa con un aire tenebroso. Soltando un suspiro de alivio, dejó caer al muerto sobre la tierra. Luego, salió en busca de las herramientas que llevaba en la parte trasera de su coche. 

   No tardó mucho en regresar, cubriendo su parte delantera con un manto blanco que, al igual que un babero para bebé, colgaba del cuello de su camisa, como si se tratase de un delantal. Entre sus manos yacía un tenebroso serrucho. 

   Decidido, arrastró el cuerpo hasta otra habitación, la cual aparentaba haber sido un baño tiempo atrás. Al centro, una bañera sucia y oxidada esperaba a ser usada. 

  -Hola -saludó el oficial a la otra persona que también se encontraba en la sala. Un sujeto, en una de las esquinas, lo contemplaba desde el suelo, encadenado a la pared. 

Labios de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora