Capítulo 3

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En una institución mental cualquiera dentro de la nación, se abrían sus puertas para recibir a unas elegantes visitas. Se trataba de tres hombres y una mujer que iban a ver el apartado, exteriormente silencioso y blanquecino lugar.

Pero en lo que esas cuatro personas llegaban a la oficina principal ubicada en el tercer piso de cinco de un alto y ancho edificio, en ella, el doctor encargado, —sentado detrás de su escritorio y ocultando un nerviosismo—, otorgaba un acceso.

La humanidad que apareciera por la puerta causó en él: una amplia sonrisa, el que dejara rápidamente su asiento y dijera con suma amabilidad:

— Me da gusto que te hayas animado a venir.

Una tímida voz que hacía parte de una linda mujer se escuchaba:

— La enfermera Frank me dijo que te urgía verme.

— O séase que, de no haber mencionado "urgencia", me hubieras dejado plantado de nuevo, ¿cierto? —, él fingió sentirse decepcionado con la respuesta dada; en cambio, la recién llegada, no pudiendo ocultar un sonrojo ante la coqueta insinuación, excusaba:

— Hay... mucho qué hacer.

— Lo sé — el galeno afirmó. — Y se complicará un poquito más con visitas que están ¡a nada! de llegar.

— ¿En qué... puedo serte útil, Arthur?

— Lo eres ya con ofrecerte. Gracias — él sonrió. — Pero también quiero que vengas conmigo, y me acompañes a darles el recorrido por las salas. Por tu antigüedad aquí, todos los pacientes te reconocen mejor que al equipo médico, y, no se pondrían nerviosos ante rostros desconocidos.

— ¿Puedo saber a qué vienen? — ella se interesó.

— Sí, puedes; y se trata de... ayuda económica. Uno de ellos es un viejo amigo mío: Bob Billy, que nos ayudará a contactar un amigo de él que tiene una cantidad innumerable de millones de dólares. Pero Bobby, primero quiere ver con sus propios ojos, el lugar con todas sus necesidades.

— Y si no se consiguiera esa ayuda... ¿estamos amenazados de ser lanzados de aquí? — ella, con su consternada pregunta, reflejó en su rostro un pincelazo de miedo y llanto.

— Lo estamos, sí; pero hay que confiar que Bob ha dado su palabra de hacer todo lo posible por mantenernos en este edificio.

— ¿Y si no es así?

— Candy, no hay que ponernos pesimistas, porque... yo soy el más nervioso de todos. ¡Mira cómo me tiemblan las manos! — el galeno las mostró, aunque de una manera exagerada que consiguió sacar unas leves risitas. — ¡Eso! — alguien celebró una pizca de sonriente felicidad. — Asimismo quiero que recibas a nuestras visitas. Además de Bob, tú eres mi esperanza. Solo me queda impulsarte para que dejes este lugar.

— ¡Pero...!

— No, no, no; no te alteres — pidió el doctor al verla, sí, a ella temblar.

— No... lo hago, solo que...

El llamado a la puerta la interrumpió.

La solicitante, sin acceso autorizado, abrió para informar:

— Ya están aquí, Arthur.

— Gracias, Lucrecia — dijo el galeno; y a su acompañante indicaba: — Vamos a recibirlos.

Candy asintió con la cabeza; y en su antebrazo derecho sintió la cálida, amigable y rescatable mano del doctor que la guió en un camino hacia el exterior.

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