Capítulo 6

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ACORRALADA

by

Lady Graham

. . .

Habíamos dicho que en la oficina de Arthur... allá, se aguardaba preguntándose para matar el tiempo:

— ¿Cómo está Candy?

— Hasta esta hora, bien.

— Es bueno saberlo.

— Sí, claro — dijo secamente Arthur.

De pronto, se escuchó el primer timbre en un teléfono, cortando así la "amena" plática.

Por ser el de su uso personal, Bob lo atendió; y al momento de decir: "Sí, ya está aquí", lo colocó frente a su amigo, el cual respondería el saludo matutino y pondría atención a lo siguiente a tratar que les tomaría treinta y cinco minutos.

En el treinta y seis, Arthur le pedía a Lucrecia ir en la búsqueda de Candy.

Mientras iban por ella, el doctor comenzaba a dar una serie de indicaciones a Bob quien respondía:

— Una vez en mis manos, sé lo que tengo qué hacer.

— Con la condición, de que si ella reacciona y desea volver, no se lo impedirán.

— Lo acabas de acordar con él; y así será.

La presencia de Candy interrumpió la conversación de dos, preguntando ella:

— ¿Es hora de irnos?

— Sí, por supuesto — dijo Bob terminando de dejar su asiento.

— Entonces, en marcha que se hace tarde — indicó una apresurada "empleada"; y por eso, el galeno apenas alcanzó a decir:

— Candy, mucho cuidado y... suerte.

— La tendré, doc., gracias. Lo veo más tarde.

— Sí... claro.

La apagada voz de Arthur, solo Bob la percató. Y decir que se sentía mal por él, pues sí, porque también era su amigo interesado en la misma mujer, y que resultara bastante parlanchina.

Bueno, Bob sabía de antemano que Candy estaba bajo hipnotismo y que jamás salía del instituto; y que lo en ese momento visto, —conforme se alejaban de ahí en auto—, la atraía en demasía y las preguntas surgían.

Las que podía, Bob contestaba; las que no, las esquivaba para cuestionarla a ella, que hablaba de cosas que nada tenían que ver con el tema que a él le hubo interesado saber.

Sonriendo, Bob seguía manejando. Casi dos horas les tomó llegar adonde les aguardaban.

Puesto en alerta, un astuto Terry evitó el bullicio de la ciudad, e indicó a su amigo llevarla a una casita campestre que de sencilla, ni la entrada por donde un auto cruzaba, tenía.

Por ende, los ojos de Candy expresaron exagerada sorpresa.

— ¿Te gusta? — preguntó Bob.

— Por fuera se ve muy bien.

— Y por dentro se ve mucho mejor. ¿Lista para entrar?

— Sí, por supuesto.

Con la indicación, los recién llegados se dispusieron bajar. Aunque, al arribar a la principal puerta, Bob decía:

— Ve adentro, Candy, yo olvidé algo en el auto —, y en el que rápidamente se montaría para alejarse de ahí.

Autorizada, la mujer tomó la perilla, la cual comenzó a girar de manera lenta.

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