10. p a r t i d a

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Él día que me enteré de a donde se había ido el chico del invierno, estabamos todos despreocupados.

Yo ni siquiera noté que no había llegado a clases.

Pero al llegar el director y mencionar su nombre, mi mirada se dirigió hacia el fondo del aula, él ya no estaba ahí para devolvermela.

Él director nos explicó que no volvería, que no íbamos a verlo, y yo aún no entendía el por qué. Pero cuando escuché la palabra suicidio lo entendí todo.

Así, directo, sin algún tipo de previsión, el chico del fondo de la clase se había suicidado.

Un extraño murmullo se extendió entre todos los alumnos y nadie dijo nada. Después de un rato se escucharon los sollozos de algunos, pero yo no lloré, no lo creía, no podía ser cierto. Me negaba a creer que esos gélidos ojos azules ya no podrían devolverme la mirada nunca más. Me negaba a aceptar que esas manos no volverían a deslizar un lápiz sobre el papel. Era mentira.

Pero poco a poco, mientras más horas de clase pasaban, tuve que aceptarlo. Y el entendimiento me golpeó tan fuerte que no supe que hacer, imaginé cada imagen, cada situación de él haciéndose daño y dolía tanto como cuchillos en mi pecho. Mis ojos se llenaron de lágrimas de un momento a otro y sentía mi garganta cerrarse, estaba asustada y ni siquiera sabía por qué. Empecé a temblar, me dolía mucho el pecho, estaban hablándome, pero era imposible escucharlos.

Ese día me llevaron al hospital, sólo había tenido un ataque de pánico. Se suponía que debía sentirme mejor cuando llegara a casa.

Pero las lágrimas nunca pararon como me habían prometido.

No dormí los días siguientes, y una semana se convirtió en un mes, sólo esperando que al llegar a clases él estuviera ocupando ese pupitre, pero cada vez se iba quedando más vacío.
Porque hasta la sombra de su vida, se fue de ahí con el paso de las semanas.

Y cuando los días empezaron a parecerme todos iguales, todos sus desastres empezaron a verse reflejados en mí, desmoronandome justo como lo habían hecho con él.

Los ojos llenos de lágrimas.

Los ataques de pánico recurrentes.

Las voces de mi propia mente echandome la culpa por no haber hecho nada. Hasta el punto de taparme los oídos y gritar sola en mi habitación, pero ni siquiera así se callaban.

Y hasta la sangre que ahora brotaba de mis brazos por mi propia voluntad, todo.

Mis padres creían que estaba loca. Tal vez era cierto, sus miradas de lástima y preocupación no hacían más que confirmarmelo.

Mis amigos que ya no me hablaban empezaron a hacerlo, pero las conversaciones eran tan vacías que no era capaz de mantener una, o tal vez la vacía era yo.

Ya no podía mirarme en el espejo, porque mis propias ojeras me recordaban a él, y mi propia piel estaba tornándose tan clara como la del chico del invierno, ni siquiera el sol la tocaba porque dejé de salir de casa.

Y así estuve por meses.

Encerrada en mi propia miseria sin dejar que nadie me sacara, sin permitirle a nadie cuidar las flores que hace mucho se habían marchitado dentro de mí, dejandome seca y sin vida.

Hasta el día que no lo soporté más.

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INVIERNO. | Completa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora