9. O j o s

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Nunca paré de encontrarme con sus ojos, era tan común que pensé que nunca lo dejaría de hacer

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Nunca paré de encontrarme con sus ojos, era tan común que pensé que nunca lo dejaría de hacer. Y me estaba equivocando.

No había un día en que no lo encontrara observandome desde su lugar, allá en el fondo del aula, con la pared azul llena de rayones haciéndolo parecer más frío. Excepto cuando faltaba a clases, y eso cada vez se volvía más común, a tal punto de privarme de ellos hasta tres veces en la semana.

Al principio pensé que sólo estaba enfermo, pues su palidez se notaba más, estaba más delgado y sus ojeras aún no se iban. Pero en eso también me equivocaba, porque su enfermedad no estaba por fuera, si no muy adentro, donde nadie más podría alcanzarla. Ansiedad, depresión así las llamaban, dos palabras que ponían nombre a lo que lo consumía por dentro. Él no iba a clases por eso.

Y yo no lo noté. De hecho nadie lo hizo hasta que era demasiado tarde.

Sus ojos dos claros ejemplos de que toda la intensidad del mar podía concentrarse en sólo dos pupilas y de que las olas azules y barcos perdidos, podían observarse desde dos iris rodeados de pestañas.

Podía ver el azul de sus ojos y asegurar que no había nada más puro en este mundo, pero también que no había nada más frío en la faz de la tierra.

Era como si el mar se hubiera congelado de un momento a otro, y lo que antes era azul intenso, se volvía gélido hielo, pálido y opaco.

Pero me gustaba así.

Sin importar tener hipotermia, lo quería así.

Sin importar clavarme los cristales de su hielo necesitaba tenerlo cerca.

Sus ojos tan llenos de vida y de color, se iban volviendo cada vez más fríos, y eso no estaba mal para mí, debía aceptar que el siempre sería así, frío.

Pero de vez en cuando, mientras el pensaba que nadie lo veía, el hielo se descongelaba y corría por sus mejillas.

El hielo cada vez se descongelana más seguido. Y esos ojos se volvieron cada vez más pesados, porque cargaban con algo: tristeza.

Siempre quise ayudarlo a cargar esa tristeza, alivianar el peso que tenía que llevar solo.

Pero ¿A que no sería raro que la chica castaña que se sentaba en medio llegara a hablarte solo por que sí?

Nunca le hablé, por vergüenza. Por ese estúpido miedo de hacer el ridículo.

Y el ya no podía sostener el peso.

Sé derrumbó.

Y nadie se dió cuenta

Solo yo lo hice.

Pero se había hecho tarde y el reloj no nos dejó más tiempo para mirarnos uno al otro.

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INVIERNO. | Completa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora