Dass Graf

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—Te lo he dicho antes, los vampiros no existen y nunca existirán —mencionó el noble hombre de Berlín, padre del joven Hiersche.

—Por supuesto que existen, papá —respondió tranquilo el menor escribiendo en su diario.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de ello si nunca los has visto?, ya es hora de que madures y salgas de tu mundo de fantasía, pequeñín.

El rubio alzó sus oscuras cejas y con una sonrisa en los labios replicó, —¿Cómo puedes asegurar que no existen si nunca los has visto?

El viejo hombre permaneció en silencio durante un par de segundos sin saber que responder, pues no encontró fallas en la lógica de su hijo. Elevó sus hombros y sonriendo al igual que su hijo respondió, —Olvídalo, buscaré la manera de probar que los vampiros son simplemente tontos mitos -dijo no deseando perder la batalla que mantenía con su primogénito desde hace años.

Al noble le encantaba discutir con su hijo, un acto demasiado infantil para alguien de su edad.

—Oh no, no lo harás, en realidad no podrías demostrar que no existen ni aunque quisieras, porque son reales y estoy seguro —aclaró el más joven levantándose de la silla de madera.

Hasta ese momento había permanecido en el comedor con el único propósito de acompañar a su padre mientras este tomaba su desayuno, ya que él no tenía apetito alguno, de hecho, si necesitaba ingerir alimento, sin embargo, todo el asunto del cercano viaje lo tenía con los nervios de punta.

—Ha llegado la hora de marcharme, padre —anunció un poco más serio.

—Dios te proteja, hijo mío —colocó en cuello un rosario de plata y dejó un beso en su mejilla derecha —Sé que no eres un fiel seguidor del Señor nuestro Dios, pero te ruego lo aceptes por el amor que le tienes a tu difunta madre.

Llevé mi mano hacia el amuleto y con delicadeza lo toqué, miré a mi adorado padre y con una sonrisa confesó, —Lo tendré conmigo en todo momento, te lo prometo.

—Volveré pronto, mantente a salvo.

—Lo haré, mi amado Paul —lo abrazó y finalmente el joven muchacho salió de la habitación.

Eran las ocho y treinta de la mañana del día siete de diciembre cuando Paul partió hacia Wittenberge, a bordo de la diligencia familiar. Su cochero, el señor Christian Lorenz, comentó antes de subir a su negro y sublime corcel que el viaje tardaría alrededor de dos horas y diez minutos si marchaban a buena velocidad.

Ese mismo día estaría en Wittenberge en el castillo del conde Kruspe.

Durante el viaje el unigénito de los Hiersche disfrutó de paisajes de insólita belleza, nunca antes había recorrido aquellas tierras; para él parecían muy lejanas. Observó con emoción cada uno de los grupos de personas que encontraron a lo largo del camino, algunos vestían extrañas prendas, otros utilizaban vistosos y coloridos atuendos.

Habían pasado, al menos, cuarenta minutos desde su partida cuando el cochero detuvo la diligencia y un tanto preocupado le llamó: Joven Paul, tenemos un problema.

—¿Qué ocurre, señor Lorenz? —preguntó el noble muchacho de baja estatura, comparándolo con el hombre de oscuro cabello y grandes lentes.

—Está inquieto —señaló al enorme caballo de brillante crin. —Sé que usted no es supersticioso, pero recomiendo que nos quedemos un rato en este sitio, puede ser peligroso continuar. No deseo que nada le suceda en el camino, mi señor.

Aunque Paul le respondió que su partida era inminente debido al asunto de gran importancia que debía tratar con el conde, el hombre volvió a sugerir que permanecieran, por lo menos hasta después de pasado el mediodía. El amable muchacho aceptó.

Los KruspeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora