Era una noche lluviosa, el ambiente era frío y podía sentirse la tensión. Nuestras voces eran un susurro lejano aunque todos permanecíamos bastante cerca, cada uno inmerso en sus pensamientos, respondiendo a los rezos y plegarias que lanzábamos al cielo. Cada minuto que pasábamos rogando a Dios un poco de clemencia fue envolviéndonos poco a poco un aura funeral. La lluvia había arreciado, la neblina cada vez más baja, el frío calaba en los huesos y el temor se nos instalaba en el alma. De pronto la voces se convirtieron en un murmullo lejano, mi cabeza daba vueltas y me parecía estar demasiado lejos de aquel lugar, todo parecía ocurrir en cámara lenta; el cura que rezaba, nosotros que respondíamos, la lluvia que comenzó a mojar mis pies; me parecía irreal estar ahí.
Hacia horas que nos encontrábamos en ese lugar, rezando, orando, buscando plegarias que nos devolvieran la esperanza y para ese momento la lluvia había inundado el piso, me parecía estar fuera de mi cuerpo, casi no escuchaba nada y me sentía atontada. La lluvia no me dejaba escuchar, sentía la lluvia dentro mi cabeza.
Habíamos perdido ya la noción del tiempo, la lluvia venía en todas las direcciones, me empapaba y titiritaba de frío, aunque las voces seguían pronunciando rezos y oraciones yo ya nos las escuchaba, la lluvia me impedía ver. ya estábamos todos empapados y congelados y la lluvia aún no cesaba, cada segundo parecía ser más fuerte y en medio de la tempestad y el frío nosotros luchábamos por encender de nuevo la esperanza de la vida, pero la lluvia se había colado en nuestras almas poco a poco dejándonos cada vez más helados.
Mis dientes castañeaban, mis manos entumecidas, me dolía respirar, a todos nos dolía respirar. Sin embargo, en ningún momento dejamos rezar; mientras más llovía, más nos congelábamos y mientras más nos dolía más rezamos sin parar, aunque el olor a funeral se nos quedó en las fosas nasales, a pesar de que la hoguera de la esperanza fue congelada por el frío ninguno fue capaz de dejar de pronunciar plegarias buscando clemencia.
Cerca de la media noche el agua nos llegaba a las rodillas, la oscuridad nos cubrió y nuestras voces por fin cedieron y comenzaron a apagarse, a diluirse en el agua. Nadie se movía, nadie lo había hecho desde que el rezo comenzó y para cuando terminó se sentía lo más irreal del mundo estar ahí. La lluvia cesó pero el frío seguía allí, azotandonos. Recordándonos que habíamos perdido. Pues para cuando el reloj marcó las 12 de la medianoche hacía horas que la esperanza se burlaba en nuestras caras, se había perdido todo. El olor funesto se intensificó y la el frío cesó, había dejado ya de respirar.