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Más o menos a la edad de nueve o diez años, a mi puerta tocó un dilema que me perseguiría por el resto de mi vida. No comprendí sino hasta ya muy viejo de dónde había surgido, y sólo entonces lo maldita que creí mi sola existencia tomó sentido. Afortunado soy de no haberlo descubierto en mi vulnerable juventud, porque entonces no habría tenido motivo o razón para sentarme a escribir en este cuaderno. Entiendo que en mis años más mozos me habría negado rotundamente a participar de tantas penas y lamentos, y de alegrías inimaginables.

Ante mí surgieron pues dos sistemas de vida, dos caminos que me llevarían a la misma trágica muerte, cada uno con las provocaciones particulares de su visión sobre el mundo, atractivas, incitadoras, y sus propias desgracias y calamidades. Uno giraba en torno a la búsqueda del placer, la ausencia del dolor, las uvas tentadoras del libertinaje; un viaje en el que podría disfrutar del hedonismo en su estado más puro. El otro, al bienestar prometedor que trae consigo el control de las emociones y pasiones y el permanecer dentro del marco de la estabilidad, de los horarios restringidos y las corbatas ajustadas. En mi juventud, y hasta hace pocos años, sus conceptos se enredaban en mi cabeza, se fusionaban, se dividían y volvían a mezclarse en un ciclo infinito y perverso sólo para que al final volvieran a dejarme plantado en el mismo dilema. Nunca supe qué sentido tomar incluso cuando parecí ser lo más confiado que pude. Sólo ahora que he estado en ambos lados de una trinchera invisible puedo darme cuenta de que en todo momento seguí a la oscuridad que creí luz desde el principio, y que la confusión derivó de las dos más grandes figuras que han llegado a influir en mí, un par de fantasmas a los que estuve condenado bajo mi propia voluntad: Mr. Cartwright y mi padre.

El señor Cartwright era uno de esos hombres magnéticos y encantadores, capaz de hacer que una multitud cayera bajo su hechizo utilizando un diplomado en conversaciones elocuentes, cautivadoras y deliciosas, dictadas por el escándalo de una ideología que pretendía renovar el mundillo de Pinewood, un pequeño pueblo al norte de Pensilvania, perdido entre sus bosques anaranjados e insipidez absoluta. Valiente y auténtico, señalaba al tradicionalismo como la raíz de la decadencia de Pinewood, que alguna vez fue paradero de promesas. Hacía uso de doctrinas que alborotaban a la iglesia, cambiaba los rumbos de personas acostumbradas a inclinarse desde siempre por los mismos panoramas, sólo para lanzarlas a lo desconocido y hacerlas sentirse en la cima de una idea que aún no existía. Lo recuerdo irrumpiendo en la severidad de mi hogar con sus botas llenas de barro y un abrigo enorme que colgaba en el perchero de la entrada, dentro del cual cargaba bastones de caramelo que me regalaba a escondidas, y entonces las habitaciones se iluminaban y un aire de contento empezaba a correr por mi frío y tétrico hogar.

Por otro lado, estaba mi padre, de carácter duro, frío y muy estricto. El trato áspero que guardaba detrás de un semblante adusto y casi despectivo me ocasionó heridas que hasta ahora permanecen abiertas y cuya profundidad me resulta indescifrable, unas expresiones de desdén imposibles de olvidar. Aún lo veo sentado en la mecedora del pórtico leyendo la sección de política del Eastern Hemlock, frente al largo camino de tierra y a la hilera de arces que nos separaba de la vida ordinaria en el pueblo, fumando de su pipa Peterson y envuelto en el humo que lo transportaba a un plano superior, que lo alejaba de mí. Nunca pude verlo más allá de esta espesa nube de indiferencia, se perdía detrás de una imagen distante e inalcanzable que dolía. Para hacerme sangrar bastó la vergüenza reflejada en sus ojos de piedra. Si bien conmigo fue incomprensivo, busqué su aprobación hasta después de su muerte, aunque para ello debí adoptar una actitud rígida y reservada y hacerme creer que yo realmente era así. Reprimí mi odio con ello, pero al mismo tiempo envidiaba a Cartwright, la única persona capaz de provocar en él una sonrisa.

Su amistad fue una de las más puras que he visto y que por fortuna yo también pude tener. No estoy seguro acerca de cómo se conocieron, pero demostraron estar atados a una hermandad de décadas, pese a las diferencias de sus clases sociales. Mientras mi padre estaba destinado a la modestia de una casa de madera de dos pisos en las afueras del pueblo, Cartwright era dueño de una finca de setecientas hectáreas al sur, compuesta por extensos cultivos de manzanas y una residencia de la que resaltaban blancas columnas griegas. Pero casi nunca hacía uso de ésta, porque si no estaba gastando el tiempo en la oficina de mi padre o en los banquetes a los que asistían otros hombres de altos sombreros y bastones pulidos, estaba perdido en el lugar más recóndito del mundo. Viajaba mucho, llevando y trayendo nuevos ideales de libertad y trabajando en una filosofía que pronto pasaría a extenderse hasta el último rincón de Europa. Al bajar del tren de regreso, no se detenía hasta llegar a nuestra puerta, y luego de contarnos sus anécdotas y de repartir los regalos entre mi madre y yo, se encerraba con mi padre en la oficina a fumar tabaco y a detallarle las historias que nos habrían escandalizado, inundándola toda de humo y risas. Yo entraba de imprevisto con el único fin de que el rostro sonriente de mi padre se girara hacia mí, de que al menos el último rastro de una sonrisa que se desvanecía se sintiera únicamente mía, pero ni siquiera eso me dio.

Pasión y sensatezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora