VI

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Ese primer día en le maison, visitamos las costas de la Riviera Francesa. Quedaba como a una hora de la casa, así que para más comodidad, viajamos una vez más en coches separados. Esta vez Céline, Dominique e Yvan fueron en un coche aparte conducido por uno de los chóferes; William y yo viajamos con Amir, y este siempre callado. Comenzaba a preguntarme si alguna vez sabía de lo que estábamos hablando, pues al ser judío, no podía asegurarme de que conociera nuestro idioma, o el francés siquiera, pero entonces me di cuenta de que estaba cayendo en estereotipos y olvidé que él estaba de copiloto por el resto del viaje. Por otra parte, William no dejaba de parlotear sobre las chicas francesas en traje de baño que encontraríamos al llegar a la playa y de sus artimañas para meter a una de contrabando en su habitación de la casa Leclair.

Para su desgracia y fortuna para mí, llegamos a una playa desértica exclusiva para nosotros. No vi sombrillas de colores y toallas regadas en la arena por ninguna parte, tampoco trajes de baño atrevidos ni pectorales que robarían la atención de mi amada. Era una costa de fina arena dorada y agua cristalina, rodeada por un acantilado de piedras cubiertas de musgo que nos proporcionaba privacidad y un paisaje pintoresco. Quedé encantado, pero no llevé mi libreta para escribir sobre nada ni nadie, ni siquiera sobre Céline, sólo quería relajarme por los meses anteriores de pura intensidad. El único que siempre llevaba su herramienta de arte a todos lados era Yvan con su Kodak, quien tras que salimos de los coches, nos juntó a todos frente al capote de uno de estos y disparó la cámara. Todavía guardo esa foto granulada en la playa, junto a otras más de mis aventuras en Francia.

Pasamos ese día nadando, jugando en el agua con salpicones y llenándonos de arena los trajes de baño. La única que no tenía intenciones de unirse era Dominique, quien solamente quería tomar el sol y que creía que el agua pública era para la chusma, pero Yvan y William la tomaron de imprevisto y la lanzaron al agua en medio de gritos. Los demás reímos con burla y callamos cuando esta salió del agua con el cabello cubriéndole la cara y una mirada de furia, pero después de unos segundos se nos unió con carcajadas y hundió de cabeza a William. Fue la única vez en que la vi perder la compostura. Nuestras risas hicieron eco en el acantilado y en la flor de nuestra juventud, llenándonos a todos de una voz angelical y divina en el interior de nuestros pechos; nos desconocimos ese día en la playa y pasamos a ser una hermandad, al menos por algunas horas. Al mediodía comimos sándwiches de atún, galletas saladas, frutas y quesos que Madeleine nos había empacado en una cesta. Cerca del atardecer, Yvan sacó una botella de vino de una bolsa de papel y nos la pasamos uno a uno bebiendo del pico. Terminamos un poco mareados y excitados por la adrenalina y la alegría del paseo.

Esa noche volvimos a la casa apretujados en un mismo coche descapotable conducido a toda velocidad por Yvan, con la música alta para que toda la provincia se enterara de nuestra absurda forma de divertirnos y con el viento golpeándonos en la cara. Céline tenía el cabello mojado y los brazos abiertos chocando con el aire, cantaba alguna canción francesa de jazz que emitía la radio y se veía tan hermosa. Estaba despeinada y unos granos de arena se depositaban en su cara; se veía al natural, feliz, más contenta y juvenil que rodeada de buitres y proyectos pintorescos sin terminar en París. Era libre y eso la hacía aún más hermosa.

—¡Música! ¡Pongan música! —ordenó dando vueltas sobre sí cuando entramos a la casa aún riendo sin saber por qué.

De pronto, de algún lugar de la casa, comenzó a cantar Bessie Smith y sonaba tan fuerte que podía jurar que estaba escondida en los pasillos interpretando una de sus canciones más exitosas sólo para nosotros. Ignorándola, empezamos a bailar solos, con nosotros mismos, en medio del salón, mientras los empleados nos servían más vino e Yvan lo repartía y nos obligaba a beberlo de las copas que rebosaban cuando él insistía en servirlo. Alguien pidió más tragos que ya no eran vinos y apenas alcanzamos a beber de estos directos de la botella. Un rato más tarde, Céline divagaba en círculos a lo largo de la recepción y por una sola vez intenté tomarla de la mano en esa velada para bailar con ella, pero el sonido de un cañón me detuvo y el confeti colorido y brillante cayó sobre nosotros. Por más borracho Yvan también que estuviera, siempre se interpondría en mis intenciones con su hermana. Me conformé con bailar en mi lugar a tres metros de ella y verla tan ebria y contenta, tan autónoma.

Pasión y sensatezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora