II

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En el verano de 1921, Nueva York alcanzaba el punto más alto de su depravación. La prosperidad del mercado financiero atraía jóvenes que pretendían devorarse el mundo, los edificios se alzaban como Goliats de concreto y las calles eran transitadas por rebaños sincronizados que se movían a la par de pancartas publicitarias y un ritmo de saxofón a la cuenta de doce. Las mujeres dejaban la piel al descubierto y los hombres habían abandonado la infinita lucha por el prestigio. Las fiestas ya no podían satisfacer a los agotados de vestir de negro y de muerte y estos en su desesperación llevaron las calles al descontrol citadino. Llovía sobre la metrópoli un festín de tentaciones que había impuesto la nueva moda de soñar y vivir a lo grande.

Llegué por primera vez a Nueva York con la idea de unirme a esta tendencia para poder escribir y escribir para mi padre. Tenía en mente acudir a los mismos bares y clubes en los que habían nacido las legendarias  historias de Cartwright y beber de la superficie de su desenfreno para que la inspiración me tomara entre manos y pudiera cumplir la angustiante promesa de la novela que hice al partir de Pinewood, pero había pasado tantos años sumido en lo más profundo de una naturaleza gris y apática intentando hacerla mía, que olvidé cómo sentir. Veía a las flappers recorrer las calles con sus faldas cortas, a los borrachos durmiendo en los bordes de las aceras al amanecer y a los gánsteres de licor haciendo de las suyas en la oscuridad de un callejón. Veía ventanas encendidas por debajo de un cielo prendido de fuego y caleidoscopios de colores vertiéndose en los clubes más exclusivos de la ciudad. Corrían delante de mis ojos como degenerados y yo también quería formar parte de su indecencia, pero mi educación conservadora no me permitió sentirme a gusto entre sus vicios, hasta que conocí a un muchacho, un hombre que guardaré por siempre en mí: William Brown.

Alquilé una habitación en casa de una tía lejana y conseguí empleo como redactor de un periódico que contrataría a cualquiera que supiera leer y escribir. Pasé los meses siguientes encerrado en un cuartucho que olía a moho escribiendo reseñas sobre nuevos modelos de lavadoras y mis compañeros de oficina no hacían más que alargar la jornada. El único tema de conversación que parecía divertirlos rondaba al juego del fin de semana, y a falta de uno, dejaban la habitación sumergida en un silencio en el que solamente flotaba el sonido de las aspas de los ventiladores al girar; cuando creían que ya era demasiado incómodo, lanzaban piropos a las mujeres que caminaban calle abajo. Nunca me parecieron personas interesantes, sus artículos, burdos y ordinarios, reflejaban lo vacíos que eran; sin embargo, intenté acercarme y establecer con ellos al menos una relación sólida. Al finalizar la tarde, los acompañaba a los bares de Chelsea esperando que pudiéramos compartir unas bebidas y descubrir entre nosotros algo en común además del jefe, pero terminaba sentado en la barra, solo e invisible, mientras ellos se paseaban entre el jazz en busca de mujeres. Con regularidad me dedicaba a observar las infinitas historias que pueden acontecer en una sola mesa, y esa soledad en un cúmulo de multitudes me llevaba a sacar la libreta de bolsillo que siempre traía conmigo y a trazar en sus páginas bocetos de párrafos. Encandilado del azar de la vida, no me detenía hasta que las prosas llegaban al final de la hoja, y aunque vi resultados positivos en el avance de la novela, al cabo de unos días las palabras volvieron a sentirse huecas y sin alma. Nuevamente estaba escuchando historias que no eran mías.

Fue una de esas noches en las que conocí al amigo a quien más afecto le guardo. Era la medianoche de un jueves y tenía toda la atención puesta en la vocalista de la banda de jazz. Una mujer negra de figura maciza y voz grave y robusta traída desde las terrazas de Nueva Orleans se había robado mi asombro con un espectáculo que fue más allá de las ideas ya establecidas de la sensualidad. Ostentaba sus relucientes curvas entre las notas alargadas que emitía el resto de los instrumentos, llevando, con un aire erótico, el peso de su grandiosa figura de un lado a otro hacia las mesas en las que las quijadas raspaban el suelo en su honor, abarcando el lugar y dominándolo con su imponente presencia. En ocasiones se perdía en la nube de humo y en esta sólo quedaba evidencia del poder de su voz, pero segundos más tarde volvía a hacer su deliciosa aparición y entonces las trompetas se elevaban hasta el cielo.

Pasión y sensatezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora