La primera cubierta, únicamente para pasajeros, del Transatlántico Apolo estaba destinada al espacio común, comprendido por un salón principal inspirado en el palacio de Westminster de cuyo techo colgaban bellos candelabros de cristal; una sala de lectura de ambiente georgiano que contaba con ventanales que se extendían hasta la cubierta de botes; bares, cafés y dos restaurantes con un juego de baldosas que simulaban un tablero de ajedrez y que ofrecían platos de la mano de un chef francés las veinticuatro horas. Por su parte, los trescientos ochenta camarotes se repartían entre la segunda y la tercera cubierta. Las habitaciones estándar, revestidas en panales blancos de madera y empapelados de flores, lucían en sus muros obras de arte elegidas por un galerista sueco, muebles de caoba y artefactos eléctricos para evitar que se enfriaran los finos pies de quienes se podían permitir desembolsar doscientas treinta libras por un viaje de catorce días. Me obligaba a creer que la champaña de etiqueta dorada que esperaba por sus huéspedes sobre sábanas de lino, metida en un balde lleno de cubos de hielo, era la razón de tal derroche.
A diferencia de los baños turcos y un menú especial para perros de dueños acaudalados, las condiciones en las que vivimos durante semanas estaban muy lejos de parecerse a tales lujos e incluso necesidades.
Nos asignaron un diminuto camarote perdido en las profundidades del barco que incluía a cuatro hombres rudos de prominentes bigotes y cicatrices. Las noches a su lado se convirtieron en veladas eternas e insoportables debido a los fuertes olores salados que emanaban y a la sinfonía de ronquidos para la que ensayaban previamente y que al arribar a Francia ya podía considerarse una obra compositiva. Poco podíamos quejarnos, incluso la lengua larga de William se acortó por el miedo a ser lanzados a las gélidas aguas en medio de la noche, pues también eran nuestros compañeros de trabajo.
Fuimos destinados a la zona de las máquinas de la última cubierta, situada a cuatro metros debajo de la línea de flotación, como fogoneros que alimentarían las humeantes calderas con kilos y kilos de carbón durante doce horas continuas. Era un oscuro lugar metálico habitado por enormes figuras de sudor y hollín que cargaban palas grises y trabajaban todo el día sin detenerse bajo el incesante y estrepitoso sonido de las máquinas para que el barco funcionara. Allí, en las tripas del barco, el vapor que salía despedido de las calderas distorsionaba los últimos indicios de la razón, pero nosotros nos mantuvimos cuerdos por París.
En un intento por conservar la cabeza, utilizamos el tiempo libre que nos quedaba en diferentes maneras de divertirnos, por supuesto, varias cubiertas más arriba del infierno mecánico. William ideaba planes tontos que se tomaba muy a pecho y para los que nada ni nadie podría detenerlo porque siempre conseguía lo que quería. Un día —no recuerdo si fue el cuarto o quinto desde que zarpamos— llegó al camarote que, en ese momento, contaba con mi sola presencia, y lanzó sobre la litera dos trajes oscuros que claramente no eran nuestros. Seguro de lo que hacía y decía, ordenó que me vistiera, que saldríamos. Le pregunté dónde los había conseguido mientras me deslizaba en el ancho pantalón de algodón.
—Los tomé prestado —respondió, ajustándose la corbata alrededor del cuello.
—¿Los robaste?
—Edward, haces sonar todo tan incorrecto.
Ya metidos en uniformes de caballeros que nos hacían o muy grandes o muy chicos, emprendimos el ascenso hacia las primeras cubiertas, atravesando los diferentes niveles del barco y siendo testigos de cómo cada vez las paredes esclarecían y los espacios entre las puertas de los camarotes se ampliaban. No dijo a dónde nos dirigíamos, pese a mi insistencia, pero pronto la elegante placa que marcaba la entrada al salón de juegos indicó nuestra parada, y mientras pasábamos desapercibidos entre la nube de humo, las mesas de billar y los gritos de euforia como si fuéramos un par más de esos pudientes señores, me recordó que en Nueva York había dicho que probaríamos distintas formas de ganar dinero, ya que habíamos perdido las pensiones de nuestros padres al desaparecer por completo del mapa. Yo no estaba seguro de aquella.
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Pasión y sensatez
RomansaUn joven escritor definido por la prudencia y la formalidad, se involucra con una pintora dadaísta en el París de los años 20. Obra registrada ©