IV

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El Théâtre du Gymnase Marie-Bell se constituye de cuatro pisos que se alzan alrededor de un amplio escenario. Las butacas rojas aterciopeladas se distribuyen desde el patio principal hasta el último palco, donde nos encontrábamos nosotros la noche de la función, apretujados en nuestro pequeño compartimento de la más alta plataforma. Debido a la altura, William y yo tuvimos que inclinarnos sobre el barandal del palco para poder visualizar el escenario, y así pasamos perdidos los minutos previos a la función, con vistas al patio bermellón y los aristócratas que se pavoneaban entre sus asientos de cincuenta euros. Ludivine era una de ellas, reverenciada a su paso como una reina y adulada de manera excesiva por interesados en bolsillos ajenos.

Desde que había llegado a París, no habíamos interactuado en absoluto, excepto esa vez que nos cruzamos en los angostos pasillos de la pensión y yo me disculpé para después retroceder y dar paso a su figura maciza, pero ella no me devolvió la palabra. Hasta el momento, yo no la conocía por completo, tampoco tenía un borrador terminado para solicitar su apoyo ni opinión. De hecho, creo que no supo de mi existencia hasta pasados unos meses; aunque tal vez ni siquiera conocía a más de la mitad de las personas a las que cobraba una renta todos los meses, a menos que su presencia y su talento fueran tan notables como los de Yvan, su protegido.

La relación de Ludivine e Yvan iba más allá del dineral que él le hacía ganar con sus obras. El joven milagro tenía el apoyo y la confianza de la vieja y solitaria matrona, inclusive un pedazo de su frío corazón. Ludivine lo patrocinaba entre los ricos caballeros de Europa como un prodigio del arte, vendiendo sus fotografías a importantes galeristas del Premier Arrondissement de Paris, e Yvan cobraba prestigio y algunos billetes de este intercambio por una muestra en el Galerie Nationale du Jeu de Paume. Podía encontrarlos por las tardes disfrutando de un té en el salón de la pensión y conversando acerca de artistas muertos y nuevas vanguardias. Ambos parecían ser los únicos que se entendían. El favoritismo por el bello adolescente, a veces hacía parecer como si la pensión se hubiese abierto únicamente para protegerlo.

—Recuerdo la primera y última vez que conocí a un caballero. Fue en una fiesta de disfraces y él llevaba un escudo y una espada de verdad —enunció la voz casi neutra de una mujer a nuestras espaldas—. No he vuelto a encontrarme con ningún otro.

Acababa de entrar a la cabina una joven alta y delgada que nos observaba sin interés. Mantenía el mentón y la indiferencia en alto, y su apariencia era frágil y escultural, como si estuviera posando todo el tiempo. Casi me sorprendí pidiéndole disculpas por existir. Su melena negra formaba un llamativo contraste con la piel de porcelana blanca sin esmaltar bajo un vestido y maquillaje cuidadosamente elegidos. Cargaba un bolso en las puntas de sus largos dedos y se negaba a mirarnos de frente, como si no fuéramos suficientes para sus ojos turquesa. William captó su molestia y se cambió de asiento a uno de atrás, desde donde no podría ver la función.

La mujer tomó asiento sin alterar su elegante figura de hielo, como de un cisne, rehusada a mover el resto de su cuerpo en absoluto. Tampoco el mentón. Eché un ojo hacia atrás para hacerle entender a William que no entendía quién era ni por qué se comportaba así, y él encogió los hombros.

—Al menos podría haberse molestado en reservar la platea —molesta pero sin modificar el tono uniforme de su voz, sacó un cigarro de su bolso y se lo llevó a la boca mediante refinados movimientos—. No me sorprendería si ahora me encontrara de pie.

El supervisor de la cabina se dispuso a llamarle la atención tocando su hombro, pero ella se giró asqueada por el contacto de, lo que creía, un cualquiera. El muchacho se disculpó y, sin dudarlo, cogió el encendedor que la joven le acababa de ofrecer, hipnotizado por su regia imagen, y obedeció fielmente al prenderle fuego al cigarro entre sus labios. Por último, exhaló una nubecilla de humo sobre la cara del supervisor para ordenarle que se retirara.

Pasión y sensatezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora