Celos

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Mientras Akaza aguardaba en el último corredor de aquella gran residencia que llevaba a la puerta principal, podía definir su estado mental como una madeja retorcida de emociones que se entremezclaban golpeándose entre ellas, intentando dominar su estado anímico; nervios, inquietud, ansiedad, alegría, orgullo. Iba de una a otra, exasperándose al no poder controlarse. Sin embargo, aún cuando pudiese decir que cada tantos segundos se sentía ansioso o alegre e incluso orgulloso, el sentimiento que preponderaba cuando sus ojos se desviaron hacia el interior del recinto era, después de todo, la incomodidad.

Muzan lo había abandonado hacía un par de minutos, internándose en la casa. Akaza no debía hacer un esfuerzo descomunal para oír el tono de su voz más agudo y femenino comunicándose con el humano que habitaba aquellas paredes. Perturbado por lo que alcanzaba a comprender, aquel sujeto discutía con su señor acerca de las horas a las que quería salir a dar un paseo a solas. De forma paciente y sosegada, Muzan le afirmaba que sólo serían unos minutos y que dejara de creer las historias locales acerca de desapariciones y sucesos extraños que rondaban aquella zona en aquel último período de tiempo.

La situación era irrisoria, irreal. Akaza había visto como Muzan solía camuflarse entre los humanos fingiendo lazos afectivos con mujeres, empleados, incluso niños; su paciencia parecía infinita a la hora de lidiar con las estupideces que solían plantearle y la tercera luna demoníaca no comprendía como es que aún seguían vivos. Después de todo, quien siempre tenía el control absoluto de las cosas era Muzan y sólo el comprendía y conocía el alcance de su temple. Sin embargo, Akaza no podía evitar sentirse inquieto al oír a aquella escoria intentando prohibirle la salida, aún cuando en un contexto normal hubiese sido una reacción normal...

Finalmente, la situación se resolvió sin muertes. Sin agregar palabras, Muzan abandonó la casa tranquilamente seguido de cerca por Akaza, aún desorientado por lo que había vivido minutos atrás. Mientras intentaba no darle más vueltas a la cuestión, se descubrió miserablemente observando la espalda, las curvas adornadas por los detalles de flores blancas. Mientras su señor caminaba sin voltear, sus ojos intentaron desviarse varias veces de la figura menuda sin demasiado éxito.

Hasta que los pasos se detuvieron y con ellos, los suyos.

— ¿Muzan-sama?

— Acércate, Akaza.

Así lo hizo; sin embargo, no pareció ser suficiente para Muzan, quien volteó y lo observó con expresión indescifrable.

— Te he dicho que te acerques, no me hagas perder la paciencia.

— Lo hago, Muzan-sama, pero...

Akaza prácticamente se adosó al cuerpo más pequeño sin lograr intuir las intenciones de su señor; de repente, el sonido de un estallido más allá desvió su atención hacia los cielos, donde había oído el ruido.

Fuegos artificiales. Sus ojos ambarinos quedaron temporalmente iluminados y encandilados por el juego de luces y figuras en el cielo oscuro, cayendo y extinguiéndose a los pocos segundos. De pronto, oyó risas, habladurías. Calles más abajo parecía haber algún tipo de celebración que había ignorado al llegar a la residencia y que ahora parecía estar en pleno auge.

Y en ese momento, un brazo tomó el suyo, abrazándolo como una tenaza. Sus ojos volvieron hacia abajo, paralizado. Muzan había enroscado uno de sus brazos al suyo, sujetándose firmemente.

— Deberías cambiar un poco tu aspecto.

Atontado, Akaza sólo asintió con la cabeza. Ya en ocasiones anteriores había cambiado al menos el aspecto de su piel, camuflando las bandas negras que cubrían su cuerpo entero. En aquella oportunidad, decidió apostar un poco más. Su cabello y sus ojos perdieron parte de su color habitual, atenuándose. Su ropa también se transformó intentando coincidir con el kimono que su señor llevaba puesto, adoptando una yukata holgada, oscura.

Corona de EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora