74 - No mires la Luna

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Supongo que siempre debe de haber explicación lógica para las cosas raras que le ocurren a uno de vez en cuando. Aquí, encerrado, solo, a veces me pongo a reflexionar un poco.
Aquella noche dormía profundamente, después de una jornada laboral pesada durante el día. Eran las tres de la mañana cuando mi esposa me despertó. Lo sé porque, en cuanto abrí los ojos, miré mi celular para saber la hora, éste no paraba de vibrar y seguían entrando notificaciones.

—Amor, despierta, ¿ya viste que hermosa se ve la luna?
Aturdido, sólo atiné a gemir ante su comentario. Encendí la lámpara de noche. El foco central de la habitación se había fundido hacía cinco días.
—¿Quién te envía tantos mensajes a esta hora? Deberías revisar, puede ser alguna emergencia —dijo.
Me incorporé al borde de la cama.
—¿Qué está pasando? —pregunté, aún adormecido—. ¿Es alguna broma? ¿Es alguna extraña sorpresa? —dije con una risita—. No es nuestro aniversario, ¿o sí?
—Vamos al patio y te mostraré. Hace una noche hermosa. La luna es perfecta.

Me esperaba un día arduo, así que no me pareció agradable del todo que me tuviese algún tipo de extraña sorpresa afuera, por la madrugada. Para entonces, ya habrían pasado uno o dos minutos, pero me di cuenta que el reloj de mi celular no avanzaba. Las tres de la madrugada.
—¿Qué hora es, amor? —quise saber.
—No muy tarde.
Me parecía que dormí días enteros. Encendí la televisión para mirar algún canal de noticias para verificar la hora. Ella no me quitaba la mirada de encima, sonriendo extrañamente, sentada al centro de la cama.
—¿Te sientes bien? —pregunté mientras me levantaba con el control remoto en mano, sintonizando, de camino al baño.
—Vamos, abre la ventana, mira la luna.
Salí del baño y me dirigí a la ventana de la habitación. Sujeté la cortina y, justo cuando iba a descorrerla y ver, escuché tres golpecitos sordos viniendo hacia mí. Volteé la cabeza y, allí, de pie, detrás mío, estaba María, mi esposa, con esa sonrisa inquietante. Solté la cortina.
—Me estás asustando, Mari. Vuelve a la cama. —agucé los ojos e inquirí—. ¿Te estás tomando tus medicamentos? —Nunca creí que le preguntaría esto alguna vez.
—¿Por qué no miramos juntos la luna?
—¿Qué tiene la luna? ¿Estás ebria o algo? —pregunté ya bastante despierto.
—Es hermosa, grande y brillante. Sólo corre la cortina. Sólo hazlo, mi amor.

Estábamos a mitad de nuestros treinta con un hijo precioso que aún dormía en cuna. Cinco años atrás le diagnosticaron esquizofrenia a mi esposa. Hace cuatro años comenzó a tener fuertes alucinaciones, veía sombras y escuchaba voces que le decían cosas malas, le daban órdenes. Solía decir que el loco era yo, no ella; cosas típicas de los esquizoides, o eso dicen.
Tuvimos una fuerte discusión que casi terminó en golpes y, desde entonces, tomaba sus medicamentos sin dilaciones, a la hora exacta, si no, su condición se dejaba ver rápidamente. Después de aquello, los medicamentos nunca fueron un problema, pero debido a la extraña situación, temí que ya no lo hiciese más.
La rodeé caminando para dirigirme pronto a su mesita de noche. Allí sus pastillas estaban intactas. Caminé hacia el botiquín del baño. Lo mismo, frascos llenos. Sentí un remolino en mis tripas por no haberme dado cuenta antes. Esa mirada perdida y respuestas vacías de los días anteriores, tan ausente.

Desde el baño, al mirarla nuevamente, advertí que todo este tiempo llevaba sus manos escondidas detrás de la espalda, no se había movido, sólo me seguía con la mirada. Temí que tuviese un cuchillo o algún arma para herirme, o algo peor. Por primera vez temí de mi mujer, por nuestro hijo, por mi vida; nuestras vidas.
Sus brazos eran extrañamente largos, su figura también, su silueta parecía distorsionada de algún modo, como estirada. Sólo utilizaba una de sus manos para hacer ademanes cuando hablaba, y sus dedos y uñas también eran enfermamente largos y delgados, como ramitas secas sin hojas. Froté mis ojos para espabilarme y ver mejor, creí que estaba aún dormido o alucinando. Seguía sin moverse, sólo miraba y sonreía.
De pronto, enfiló sus pasos hacia mí con rapidez. Intenté esquivar, pero el borde de la alfombra me hizo tropezar y al caer me golpeé fuertemente en la cabeza contra su mesita de noche. Golpe seco. Vista borrosa. Tuve una especie de sensación de embriaguez, justo cuando estás a punto de terminar la borrachera durmiendo en cualquier sitio.
Me estaba desmayando. Sentí que me alejaba de mí. Languidez. Calor intenso. Sombras desenfocadas. De un espasmo me recuperé. Agité mi cabeza y abrí los ojos: allí estaba María, que ya no era María, sino ya alguien extraño, enfermo y peligroso. De cuclillas con su insoportable y macabra sonrisa.
—Vamos, amor, comprueba por ti mismo cuán hermosa es la luna esta noche —dijo en un susurro.
—Mira lo que has hecho, Mari, toma tus pastillas y olvida la luna —dije casi gritando, con un gesto de dolor—. ¡Toma tus pastillas y vuelve a la cama por el amor de Dios!

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