Capítulo 3

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Mi vida por fin empezaba a tomar forma. La tristeza había dejado de acosarme, de sorprenderme en cada rincón. Y sin embargo, me faltaba algo, me faltaba Aioros. No había vuelto a verlo desde aquella noche, a pesar de que todos los días atravesaba mi Templo; no había tenido el valor para hacerlo.

Aquel día fue distinto. Me quedé en un rincón de mi Templo a ver pasar el tiempo. No tenía ganas de Ares, no tenía ganas de nada más que no fuera pensar, pensar en lo que había pasado en los últimos días. Las horas se escabulleron entre mis dedos sin darme yo cuenta, y de repente, ahí estaba Aioros, frente a mí, como si mis propios deseos lo hubiesen llamado. En su cara había sorpresa, no sabía qué estaba haciendo aquí. Le dije que el Patriarca había mandado a llamarme, y me había dado algunos días libres.

Me sonrió, y de pronto fue como si los días pasados no hubiesen existido, como si mi vida no hubiese sido más que ese único momento.

De repente, mi universo se reconstruía de la nada, renacía como el ave Fénix, de sus propias cenizas.

Aioros me contó sobre el entrenamiento que estaba dándole a Aioria, y cómo había avanzado en tan poco tiempo, la seriedad con la que se había tomado aquel desafío y lo orgulloso que estaba.

Yo le hablé de la monotonía de Cabo Sunión, cómo todos los días era la misma rutina: esperar... esperar a que pasara todo o no pasara nada, el reconfortante sol de la tarde y el sonido de las olas rompiendo en los acantilados.

Aioros bromeó y ambos reímos. Los buenos tiempos habían regresado, y con ellos el lazo tan particular que nos unía.

Hablamos hasta que el sol nos sorprendió. Entonces tuvo que marcharse, pero prometió regresar por la noche. Aguardé su retorno, y él entró en mi Casa cuando la luna ya brillaba en lo alto, en medio de una noche clara.

Las noches se nos pasaron entre anécdotas y risas. Así me enteré por qué regresaba tan entrada la noche. Estaban por cumplirse los 500 años. Atenea pronto vendría a la Tierra, y Aioros era el encargado de encontrarla. Pero cada noche arribaba a mi Templo sin haberla encontrado, y yo agradecía en secreto que así fuera; el día que ella llegara, dejaría de ser Saga, y pasaría a ser el Caballero Dorado de Géminis, y por los dioses que no estaba listo, sólo tenía 15 años, y era demasiado para mí.

*

La noche llegó presurosa, como si quisiera que me encontrase con él. Apenas si habían pasado 24 horas, y yo no podía esperar para verlo.

Hoy no había luna, y las estrellas no eran suficientes para alumbrar mi Templo, pero aun en la penumbra pude verlo acercarse. Hoy tampoco la había encontrado, no hizo falta que lo dijera, yo ya lo sabía. Me saludó de lejos con un grito y yo le sonreí; ese ritual se había vuelto la forma de empezar nuestra noche.

La charla era divertida, hasta que empezó a hablar de Shura. Ya no pude mirarlo a la cara, y clavé la vista en el piso de piedra. Aioros me preguntó si estaba bien, y supe que había llegado el momento de confesar.

"Sé que vas a odiarme por lo que voy a decirte, pero..."

"Pero qué?" La sonrisa de Aioros seguía intacta en su rostro.

"Te vi el otro día con Shura"

"¿Qué?"

"Te estaba besando, y tú parecías disfrutarlo"

Aioros estaba pálido. Me sentí un idiota, después de todo él podía estar con quien quisiera, y no tenía que pedirme permiso, pero Shura... decidí continuar.

"¿Qué te cruzó por la cabeza? Shura sólo tiene 10 años, es apenas un niño"

"Es sólo un niño, si, un niño que me ama como tú jamás sabrás hacerlo"

"Porque es un niño que no puede amarte tan desesperadamente como yo lo hago"

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera pensarlas; y cuando quise darme cuenta, le había confesado mi más profundo secreto, la verdad que había estado torturándome por tanto tiempo.

Sin querer lo había alejado de mi lado. Levanté los ojos para ver lo que mi arrebato había logrado. Y ahí estaba él, frente a mí, a no más de un paso de distancia. Intenté retroceder, pero se acercó tanto a mí que podía sentir su respiración. Sus ojos estaban fijos en los míos, y su sonrisa había regresado a inmovilizarme. Tomó mi rostro con ambas manos y apoyó su frente en la mía. Y luego sentí la tibieza de sus labios en los míos, su aliento en mi boca otorgándome nuevamente la vida que yo mismo me había arrebatado. La pasión de su beso fue algo casi celestial, y sentí que no podía estar en otro lugar que no fuera ese, que el único instante que durara mi vida debía ser ese. Lo abracé como si quisiera fundirme con él, y en el calor de aquel beso, nos desvanecimos por varios minutos.

*

"Te amo"

Las palabras que tanto deseaba oír por fin salían de los labios que acababan de besarme. No pude más que sonreír y abrazarlo con fuerza. Mi deseo por fin se estaba haciendo realidad. Sus brazos me rodearon, estrechándome con fuerza contra su pecho. Sus manos recorrían mi espalda desatando la locura. Su deseo de tenerme era tan grande como mi deseo de ser suyo. Lo besé con toda la pasión aprisionada en mi corazón, y ya ninguno de los dos pudo contenerse.

Lo sentí dentro de mí. Aioros y yo por fin éramos uno solo. Me perdí en la magia del momento. Descubrí que mi lugar en el mundo era entre sus brazos, no había nada más para mí, quería meterme bajo su piel, y que él morara bajo la mía, así no tener que soportar la tortura de ser dos y tener que separarnos en cuanto el sol surcara el cielo en su carro dorado.

Por fin era feliz, inmensamente feliz. Al fin me sentía completo.

*

Desperté todavía entre sus brazos. No quise abrir los ojos por temor a que todo hubiese sido un sueño. Apreté mis párpados con fuerza, tratando de aferrarme a esa sensación eternamente, de no despertarme y descubrir que lo había perdido todo.

Depositó un beso en mi cuello y supe que todo era perfecto; al fin Aioros era mío y yo era suyo, mi felicidad no tenía límites. Giré en la cama hasta quedar boca arriba, abrí los ojos y lo vi sobre mí. El cabello castaño le caía sobre los ojos, dándole un aspecto pecaminosamente seductor, y una sonrisa sensual bailaba en su rostro, y amenazaba con enfrentarse a mi boca en una lucha desenfrenada de besos.

También yo sonreí, mi pecho iba a estallar de tanta emoción. Sentí que mis mejillas se teñían de color carmesí, pero aun así, no iba a rehuir a aquella batalla.

Y así comenzó mi mañana.

*

Aquella noche fue el comienzo del Paraíso para mí. Cada mañana Aioros se marchaba, para luego regresar a mis brazos por las noches.

Aprendí a odiar al sol, que lo apartaba de mi lado, pero mi alma estaba tranquila, pues sabía que la luna me devolvía su embriagadora presencia.

Y todas las noches volver a sentirlo mío, volver a sentirme suyo, experimentar otra vez el escalofrío que me producían sus manos en mi cuerpo; y de nuevo tener el sabor de sus labios en los míos hasta ya no diferenciar en dónde terminaba mi boca y empezaba la suya; hasta ya no saber si éramos dos o nos habíamos fundido en uno. Y tener que despertar en la mañana y comprobar que seguíamos siendo dos, y perderlo hasta que la noche lo trajera de vuelta.

La luna nos vio con muchas caras entrelazados en la cama, y conforme los días pasaban, poco a poco me fui olvidando de Kanon, de Cabo Sunión, de Ares... y de Atenea. 

Encuéntrame del otro lado del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora