María

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- ¿Qué estás cocinando? - le pregunté a Bryan.

Bryan era mi mejor amigo desde que teníamos unos 10 años. Su pelo era castaño oscuro y muy corto. Su nariz estaba doblada hacia un lado. Tenía la cabeza medio rapada porque el dinero solo le llega para eso, pero al final se dejó calva la calva. Sus ojos eran color mierda como el mar más contaminado del mundo y su uniceja era tan poblada que le pusieron nombre de ciudad. No era el chico más guapo y nunca lo va a ser.

Aquel día, como es costumbre, fui a su casa a estudiar.

Él se giró y me miró fijamente mientras cocinaba huevos con azúcar.

- Tortilla con espárragos. - me dice sonriendo- ¿Quieres?

- ¿Estás seguro? -le pregunté. Él asintió muy decidido y yo desvié el tema. Negué con la cabeza ante su pregunta y fui a dar una vuelta por su casa. Era una casa muy pequeña pero acogedora.

Salí al jardín. En medio del jardín había una piscina hinchable de su hermano pequeño.
Rodeé la piscina cuando, de repente, algo llamó mi atención. Había algo enterrado en una maceta.
Me acerqué poco a poco y me propuse a sacarlo de ahí. Comencé a escarbar la tierra hasta que me di cuenta de qué se trataba. Estaba horrorizada.

- ¡María! ¿Qué haces aquí?

Me giré de golpe asustada y lo miré fijamente.
Lo vi atractivo cosa que nunca antes me había pasado con en él. De pronto sentí un cosquilleo parecido al aleteo sinfín de una mariposa en mi barriga; sus ojos brillantes se posaron en mí y me miraron de arriba abajo haciendo que me sintiera desnuda por su mirada. Yo hice lo mismo.
Por un momento recordé que seguía tirada en el suelo con tierra entre las manos. Salí corriendo antes de que él pudiera decirme cualquier cosa, aunque la cosa la tenía que decir más bien yo. Ignoré el hecho de que había una mano enterrada en su jardín y salí corriendo hacia mi casa mientras escuchaba la voz del chico desde la lejanía.

Cuando llegué a casa comencé a ver y a pegar fotos de él en mi habitación.
Pasé la noche pensando en él.

Un ruido me despertó. Bryan me estaba llamando. Le ignoré y apagué el móvil, pues no sabía cómo dirigirme a él, ni siquiera sabía si pedirle perdón o preguntarle si había matado a alguien; menos aún sabía por qué me importa tan poco que pudiera ser un asesino en serie y yo su testigo.

La secta de PepoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora