Café 🌌 Wos

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Valentín.

Salí del baño después de lavarme las manos con la intención de tomarme un recreo de cinco minutos para merendar una mísera barra de cereal con un café.

La maquina al igual que siempre dejaba de funcionar cuando más la necesitaba, y me contuve de darle un golpecito para que funcionara. Me sentía observado por las cámaras de seguridad, era una sensación que me acompañaba sin importar que ese fuera mi lugar de trabajo hace más de dos años.

Me senté en la mesa con resignación, abriendo mi barrita insulsa que al menos tenía unos pocos chips de chocolate.

—Brodercito... – Juan, mi compañero entró en la sala y se sentó frente a mí.

Yo no le había dado la confianza suficiente como para que me llamara así, pero ahí estaba él creyendo que eramos mejores amigos después de conocernos hace un mes.

—Te traje un cafecito porque la máquina anda como el culo.

Bueno, capaz podría considerar eso de ser amigos.

—Gracias, hermano. No voy a sobrevivir a la guardia ni en pedo sino.

—Pero...¿con esta no sería la tercera en una semana? Te están explotando, boludo.

—Las pedí yo. Mi vieja está sin laburo y si no le doy una mano, está en el horno. A veces pienso en como me desvelaba de pendejo nomas para terminar de la nuca, mira si no lo voy a hacer por ella.

—Sos buen pibe vos eh.

—Bueno Juancho mira que soy sensible.

—¿A quién queres engañar? Vos no lloras ni con el Rey León.

—No sabría decirte porque nunca la vi.

—Bueno, hasta acá llegó la conversación, no sos digno de mi amistad y menos de que traiga café gratis. – se levantó de su asiento para tirar el vaso de cartón y volver a su labor.

—Tampoco es que quería ser tu amigo...

—Mentís re mal capo. Apura eso que en cinco tenes que llevar a López a la sala común, viene la nieta.

Tomé aire antes de terminar mi café y tirarlo en el tacho al igual que mi compañero. La situación que se me presentaba a continuación era todo un dilema; Por un lado al último paciente con el que quería tener contacto era con López.

El viejo era sumamente irritable, le molestaba absolutamente todo, y me discutía hasta por como manejaba su silla de ruedas. Sabía por mis otros compañeros que el problema era específico conmigo, y yo desconocía el motivo.

Él se encontraba en el hogar hacía algo de tres años, y desde el primer instante en que puse un pie ahí, me hizo la vida (o el trabajo) imposible.

Decía que era un ridículo porque mi uniforme siempre estaba arrugado, que cómo no iba a saber jugar al póker, que mi pelo castaño con mechones violetas era ridículo y un sinfín de etcéteras.

Pero después estaba ese pequeño detalle que no lo hacía tan insoportable, y esa era su nieta. Acudía a visitarlo todos los sábados, casi religiosamente. Algunas veces nos cruzabamos porque me tocaba a mi llevarlo desde su cuarto a la sala común o al patio, otras veces lo llevaba algún compañero y otras simplemente yo no trabajaba el fin de semana y me perdía de verla.

Una sola vez intenté sacarle charla, y el viejo prácticamente me atropelló con la silla. Ella río y después se puso seria para retarlo, disculpándose mil veces por la actitud del anciano. Después de ese episodio apenas nos saludabamos por temor a que su abuelo reaccione mal, pero a mi me carcomian las ganas de invitarla a tomar algo o de sacarle charla nuevamente al menos por cinco minutos.

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