Una familia pequeña

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Al día siguiente cuando regresé de clases del colegio estaba esperándome en la sala de la casa, mi padre.

- ¡Hola, princesa! –sorprendida corrí y me arrojé en sus brazos; acababa de llegar de uno de sus interminables viajes de negocios. Estaba feliz, emocionada. Papá indagó, como siempre lo hacía, sobre mi rutina diaria, las actividades realizadas y mi desempeño escolar. 

Se inquietó mucho al confirmarle que seguía recluida en la misma cotidianidad de siempre, en un diario vivir sin sobresaltos, ni aventuras adolescentes. Intentó una vez más animarme a que explotará todo ese potencial rebelde propio de mi edad, que procurara explorar el mundo que se desplegaba ante mí una vez abriera la puerta principal de mi casa; pero como siempre, le expliqué que yo no era ese tipo de persona, que mis más alocadas pasiones se limitaban a leer un buen libro o alquilar una película documental.

Insistía en el asunto cuando recibió una llamada. Generalmente sus conversaciones no eran para mí de ningún interés, pero ésta en particular me llamó la atención ya que era un tema ya recurrente en las conversaciones de mi padre y el evidente malestar que éste le generaba. 

Yo poco entendía sobre el asunto, solo lograba percibir que se trataba de un asunto relacionado con un socio del pasado y con el cual necesitaba reunirse con suma urgencia para cerrar no sé qué tipo de negocio. Intenté indagar, más por curiosidad que por otra cosa, sobre el tema, pero papá nunca quiso aclararme de qué se trataba, nunca quiso darme mayores detalles; sin embargo, yo percibía que algo no estaba del todo bien en todo aquello, pero no le di mayor importancia, igual, si papá no quería darme detalles por mí estaba bien.

Rato después me preguntó por Jonathan, pero yo solo sabía un poco más que él. Jonathan no permanecía mucho tiempo en la casa. Me pidió entonces que lo localizara y que le informara que en las horas de la noche tendríamos una reunión familiar para tratar un asunto importante. 

Hacía casi tres años que no teníamos este tipo de reuniones, es más, que no teníamos ninguna reunión. Traté de sacar un poco de información, pero fue en vano, dejó muy claro que solo hablaría de ello, una vez estuviéramos Jon y yo presentes. Y luego se despidió pues, según él, debía tratar algunos asuntos urgentes.

 Y luego se despidió pues, según él, debía tratar algunos asuntos urgentes

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Víctor Eslodon... así se llamaba mi padre; el hombre que más amaba, admiraba y casi idolatraba en aquel momento de mi vida. Papá siempre se había destacado por ser un hombre correcto, muy inteligente, dedicado sin tregua a su trabajo; amaba todo lo que hacía, por eso era perseverante y eso lo hacía un triunfador.

Físicamente, hace 9 años, era alto, con una belleza exterior perfecta, y no lo digo porque fuera mi padre, en verdad era muy guapo. Papa, Jon y yo éramos muy parecidos físicamente: ojos cafés claro, cabello castaño, piel trigueña. 

Pero Víctor y Jon tenían una apariencia atractiva, varonil; un encanto natural que los hacía irresistiblemente cautivantes. Poseían un enorme sentido de la honestidad, eran prodigiosamente responsables, dueños de una gran entereza y firmeza de carácter. Yo me sentía enormemente orgullosa y feliz de tenerlos a mi lado, mi vida en ese entonces tenía sentido gracias a que ellos, esos seres maravillosos, hacían parte esencial y primordial de mi existencia.

Éramos una familia pequeña.

Víctor y Elizabeth, mi madre, se casaron muy jóvenes, pero infortunadamente él enviudó a los pocos meses de haber yo nacido. Después del nacimiento de Jonathan, mamá quedó muy débil debido a una afección cardíaca severa y no debía tener más hijos; pero amaba tanto a mi padre que quiso darle una hija, la hija que Víctor siempre había deseado. 

Ocho años después de su primer parto hizo realidad su deseo, pero con el alto precio de la muerte.

La muerte de mi madre era mi más fuerte tormento, ya que me sentía la directa responsable. Pensaba que si mi padre y Jon habían quedado solos era por mi culpa; quizás por eso sufría de fuertes y constantes depresiones y poseía un temperamento tan melancólico, ya que muy dentro de mí deseaba no haber nacido pues así, no habría matado a mi madre. 

Sin embargo, pese a todo y mi carácter, Jonathan y yo teníamos una relación muy especial. Nos amábamos infinitamente. A pesar de llevarnos 8 años de diferencia en edad, éramos muy buenos amigos; me confiaba sus cosas, siempre tenía en cuenta mi posición ante cualquier decisión que tuviese que tomar, personal, laboral o social. Yo muchas veces no tenía ni idea de los negocios e inversiones de las que me hablaba, pero él era feliz explicándome detalle a detalle para saber si yo estaba de acuerdo o no en el paso que iba a seguir.

Papá y Jon tenían una relación mucho más cercana, más íntima, se confiaban secretos y aventuras que, según él, por mi edad, no me podía compartir. Pero en aquellos días todo eso había cambiado. Tres años habían transcurrido ya y de esa hermosa, confiable e incondicional relación no quedaba absolutamente nada. 

Todo había cambiado. Lo peor era que yo desconocía los detalles y el motivo principal de su distanciamiento. Solo, un buen día, me levanté y entre ellos se había levantado un muro hermético e infranqueable. A pesar de toda la confianza que Jonathan me tenía, nunca había querido explicarme, ni contarme lo sucedido. Se mantenía reservado y completamente cerrado en cuanto a ese tema se refería.

En aquel entonces los días transcurrían así. Habitábamos una hermosa y lujosa mansión, que, aunque tenía bellos acabados, finos adornos, una magnífica decoración, espacios iluminados, etcétera, etcétera, etcétera... cada quien vivía por su lado...

Víctor casi no permanecía en la ciudad, sus viajes y ausencias se incrementaron a tal magnitud que últimamente solo lo veía una o dos veces al mes.

Jon, aunque no se había mudado completamente para su apartamento, ya no convivía en la casa; casi nunca lo veía, excepto cuando él mismo se dejaba ver...

Y yo... yo cada vez me hundía más en mi espesa y agobiante soledad.

Amaba a mi hermano, amaba a mi padre... pese a cualquier contrariedad que sobreviniera... eran mi mayor y única alegría. Siempre me preocupaba por buscar su felicidad; los instantes que compartía con alguno de los dos, insistía en atiborrarlos del inmenso amor que les profesaba, brindarles todo el bienestar que podía. Tal vez lo logré en algunas ocasiones y en otras fallé terriblemente, pero los amaba y los amo con toda mi alma y hoy más que nunca los recuerdo.

Siento en mi alma un dolor profundo al no tenerlos presente, me embarga una terrible angustia y desconsuelo el evocar sus recuerdos y me hunde irremediablemente en la pena y la amargura la certeza del nunca... nunca más.


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