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Las ninfas de Perséfone iban por el campo a mediados de la primavera, sin parar de hablar sobre las mil cosas que sucedían en el pueblo y, por su puesto, con los dioses. Eran unas chismosas, pero le dejaban estar en los jardines y él de verdad estaba agradecido por ello; a fin de cuentas, su "padre" gustaba de traer a sus amantes a su vivienda y su madre, una pequeña mujer de campo, fingía simplemente que nada sucedía, alegando que iría solo a donde las otras mujeres cuando situaciones incómodas como estas sucedían.

¿Todos los dioses eran tan promiscuos? se preguntó al dar una vuelta en su propio sitio, aburrido y sin un tipo de ánimos en general. Solo estaba aburrido.

Al menos hasta que un pequeño chillido y una brisa fría hicieron que su piel se enchinara y sus ojos se abrieran, levantándose lo más rápido que pudo para poder ver que era lo que estaba sucediendo. Y claro que al ver a un chico de cabellos borgoña (uno muy oscuro), Agape retrocedió, pero el otro chico pareció sentir su presencia puesto a que no tardó en alzar su vista para poder verlo. Y Agape se preguntó quien diablos era aquel muchacho, que comenzaba a acercarse.

Cabellos borgoña, ligeramente ondulados y la piel pálida; sus ojos igual eran de un color marrón con destellos verdes. Y Agape pudo jurar que tenía manchas muy pequeñas cerca de sus mejillas que le daban un aspecto un tanto etéreo.

- Hola - habló el desconodido. Agape solo pudo mirarlo con extrañeza, pero aun así sonrió lo más amable que pudo. El otro desconocido pareció no darse cuenta de nada -. ¿Cómo te llamas?

- Es de mala educación pedir un nombre y no decir primero el de uno - respondió el de cabellos rubios lacios. El intento de pelirrojo solo pudo reír en respuesta, pero pareció no verse molesto por la manera en la cual le respondía
.
- Homer. Mi nombre es Homer.

- Agape. Ese es el mío.

Y cuando ambos apretaron su mano en un saludo, supieron en ese momento que no iban a dejarse ir en ningún momento. Porque las tardes se hacían eternas cuando estaban juntos, porque los corazones de ambos latían con tanta fuerza que creían escuchar el del otro y porque la compañía del otro simplemente era lo más maravilloso que podía existir en aquellos momentos, donde Agape escuchaba las aventuras de Homer, adorando como él le hablaba sobre las flores y le contaba sobre su madre mientrás Agape se quejaba una y otra vez de las locuras de su padre, causando la risa de Homer y que al final, él lo viese reír, sintiendo una calidez que el podría describir como fuera de este mundo.

Incluso cuando solo existía el invierno. Como aquel día, donde al buscarlo en uno de esos jardínes, se encontró con unos ojos verdes y destellos marrones, un cabello completamente oscuro y con una mirada que buscaba ser fuerte, pero si observabas bien podrías notar el miedo mismo; Homer tenía miedo.

- Será mejor que te alejes - Había dicho, aferrándose un poco a la capa negra que traía puesta. Agape no se movió ni un centímetro -. Por tu bien.

- Eres de verdad un mentiroso.

- ¡No te atreves a usar eso contra mi!

- Men-ti-ro-so - Musitó Agape, caminando hacia él incluso si el frío lograba hacerle sentir pequeño. Y Homer no se movía. Jamás lo hizo, ni cuando Agape se posicionó a centímetros de él, casi con sus respiraciones chocando -. Tienes miedo. Lo noto. ¿Por qué?

- Porque soy un monstruo - Susurró el pelinegro sin dejar de verlo. Agape hizo lo mismo, bajando un poco su vista porque era apenas y un poco más alto que él -. Y todos se van cuando lo notan.

- Yo no me he ido. -Fue su turno para hablar, importándole poco si alguien los miraba puesto a que sus brazos ahora se encontraban rodeando el torso del ajeno con fuerza mientras pegaba su mejilla en su pecho hasta que cerró sus ojos por la comodidad -. Yo no me voy a ir, yo nunca me voy a ir.

Y eso fue más que suficiente para que Homer lo abrazara con la misma fuerza, buscando no dejarle ir en ningún momento. Y Agape se lo permitió. Lo hizo porque lo amaba y sabía que era algo correspondido (o eso quería creer si es que la definición que su padre le había dado era la correcta).

Se convirtieron en amantes que se frencuentaban, que se deseaban y que sobretodo, se amaban. Se volvieron inseparables, se amaron con tanta intensidad que la propia Afrodita se veía sorprendida ante tal cariño genuino que ambos desprendían puesto a que Homer amaba a Agape con su torpeza, su orgullo o por lo caprichoso que era mientras que Agape amaba a Homer con sus cambios de humor, sus mañas y con aquella cabeza que muchas veces le llegó a jugar en contra.

Ambos se amaban mucho.

Tal vez si no hubiese existido aquella guerra nada hubiese pasado.

Tal vez si su parte más humana no hubiese sido vencida. Al menos no la de Agape, ni tampoco la pena hubiera invadido demasiado a Homer.

Pero ahí quedaría todo: en un tal vez. Pero al menos yo, que te cuento esto, me gustaría decirte que pude ver como en aquel lugar que se conocieron ahora nacen narcisos. Y sus pétalos vagan por el cielo hasta perderse en el espacio, donde al desaparecer se convierten en polvo. Polvo que te podría decir desde el lenguaje más fantasioso que es mágico y que viaja por las estrellas.

Creí que la historia acabaría ahí. Y era una pena, pues ambos me agraban y entretenían, por lo cual, no se me iba a hacer difícil extrañarlos y esperaba de todo corazón ambos se reencontrasen en el más allá.

Pero yo me olvidaba de un detalle.

El universo es infinito. Y las estrellas de la vida también lo son.

en un millón de estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora