Buenos y malos de Déborah F. Muñoz

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Despertaron en una habitación vacía, sin saber exactamente cómo habían llegado allí. Lo último que recordaban era estar en la fiesta que habían organizado para reencontrarse, charlando amigablemente, como en los viejos tiempos, cuando aún eran el pequeño grupito de voluntariado local que pasaban los fines de semana limpiando la ciudad, acompañando a los ancianos en la residencia o repartiendo comida en el comedor social.

Ahora estaban en esa sala, vestidos con unas extrañas túnicas; ni rastro de su ropa o de sus efectos personales.

¿Qué hacían allí?, se preguntaban unos a otros, mientras se ayudaban a levantarse y a espabilarse, ya que los narcóticos les impedían pensar con claridad. Pero pronto otra pregunta les rondó la mente: ¿Qué había sido de Roger? Estaba con ellos cuando empezaron a sentirse indispuestos, y había comido y bebido lo mismo que ellos, pero no había ni rastro de él.

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Les miraba con asco, los niños buenos del instituto, los que renunciaban a la diversión y a su tiempo libre pensando que el universo les iba a retribuir sus buenas acciones en el futuro. Pobres idiotas ilusos. Estaba deseando ver lo buenos que iban a ser cuando acabara con ellos.

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No había forma de salir. Toda la sala era de hormigón macizo y la puerta de acero, impenetrable. Ni siquiera tenían muebles que pudieran usar como arietes y ya habían intentado abrirla lanzándose contra ella al unísono con todas sus fuerzas, sin hacerle siquiera una muesca o la más mínima abolladura. Lo único que rompía la monotonía de la estancia era la inmensa pantalla de televisión, pero no tenía botones visibles y ni siquiera sabían si había un modo de conectarla.

Finalmente, derrotados, se sentaron en un rincón, muy juntos, buscando consuelo en los demás. Fue justo entonces cuando la pantalla se iluminó, mostrando un mensaje de letras rojas sobre fondo blanco:

—Uno de vosotros ha caído ya. ¿Quién será el siguiente?

La desesperación al conocer la suerte de Roger les hizo ponerse histéricos. Lloraron, volvieron a dar vueltas en  busca de una forma de huir, arremetieron contra la salida. Todo sin éxito. El mensaje no cambió hasta que su actitud volvió a ser derrotada y resignada.

—Tic, tac, tic, tac. ¿Nadie se ofrece voluntario?

Los amigos se miraron unos a otros, con cara de pánico.

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Demonios, estaba disfrutando con esos idiotas bonachones. Estaba deseando ver qué hacían a continuación. ¿Volverían a recorrer la habitación desesperados o, mejor, se volverían a estampar contra la puerta blindada en un intento por escapar?

Estaba a punto de azuzarles con un nuevo mensaje cuando la santurrona de Denisse habló:

—Yo me ofrezco voluntaria.

Y el resto, en vez de aceptar el sacrificio para salvar sus miserables vidas, protestaron. Malditos santurrones. Acabaron jugándose quién sería el siguiente. Ganó Denisse. Hija de puta. Ella nunca había hecho trampas, y empezaba justo ahora. Hubiera preferido dejarla para el final, para que hubiera más probabilidades de corromperla, pero él había puesto las reglas y tenía intención de cumplirlas. En fin. De todas formas sería divertido matarla.

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Despertaron tiempo después, no sabían cuánto. No había rastro de Denisse y todos la lloraron en silencio, sin fuerzas para más. Tardaron un largo  rato en darse cuenta de que la ausencia de su amiga no era el único cambio de la habitación: varios platos y vasos repletos se alineaban en una de las paredes. El mensaje de la pantalla de televisión también era distinto y ahora decía:

HorroresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora