Bellas Artes de Inna Franco

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Clara había sido buena esposa. Aunque nunca hubiera entendido el tiempo y la dedicación que le daba a recorrer tiraderos, o recolectar los materiales en casa de quienes respondían a mis anuncios en los periódicos.

Mis esculturas no habían tenido el éxito esperado, pero aun así las amaba. Eran mis hijas. Y eso Clara nunca pudo entenderlo. Incluso parecía celosa de los objetos inanimados que creaba. Qué feliz hubiera sido yo, si ella hubiese compartido mi pasión por el arte. Lejos de amarlas y sentir pasión, un día Clara, aparentemente cansada de guardar silencio, comenzó a quejarse de mis obras.

Hasta que un día, superando toda fantasía, comenzó a decir que una de ellas había intentado matarla. Qué culpa tenía mi hermosa última creación de que ella fuera tan torpe como para tropezarse con la estatua, tamaño real, de un asesino serial que portaba en su mano una afilada hoja de metal.

Yo no la maté. Simplemente no la salvé cuando pude hacerlo. Estaba a punto de caer por las escaleras, estirando su mano hacia mí. De haber estirado el brazo la habría alcanzado sin problemas. Pero la realidad es que no quise hacerlo. Sus reclamos de los últimos días me habían agotado. La vi caer pesadamente mientras oía sus huesos romperse.

Clara me había acusado muchas veces de no tener sentimientos. En ese momento le di la razón, no sentí absolutamente nada al verla rodar escaleras abajo; su vida extinguiéndose con cada escalón. Aun así, cuando acabó, le prometí en silencio darle una última muestra de respeto.

En los instantes siguientes sólo seguí el protocolo normal frente a un incidente. Llamé a la policía e informé sobre el hecho. Luego de una corta investigación dieron el caso por cerrado: solo había sido eso, un accidente. Después de todo, la torpeza de Clara era bien conocida entre sus vecinos y familiares.

Medité algunos días mi homenaje y finalmente me decidí. Haría una escultura de ella, con su cara de ángel. Oh, mi bella Clara… Ansioso por verla, pues contra todo pronóstico había comenzado a sentir su ausencia, me dirigí a su sepultura. Al alcanzarla la observé unos instantes. Su expresión pacifica, su piel de un blanco intenso por la palidez del descanso eterno. Parecía dormir plácidamente. Luego me incliné, besando respetuosamente su frente para después proceder.

Tres días pasé sin dormir. Cada minuto de cada día que pasé despierto valió la pena. La estatua de Clara hecha de basura reciclada estaba lista. Solo faltaba colocarle el toque maestro: su rostro de ángel.

Esperaba de todo corazón que el tratamiento para cueros que le había dado fuera suficiente para que no se descompusiera la piel del rostro de Clara, arruinaría por completo su tributo. La escultura tuvo un éxito rotundo. Por todos lados corrió la noticia sobre el devoto esposo homenajeando a su amada. Me realizaron entrevistas desde todo tipo de medios periodísticos. La imagen de mi escultura había sido vista en decenas de lugares.

Desde ese día me convertí en un famoso escultor. Mi Clara está feliz mirándome desde el cielo, sabiendo que gracias a su ayuda soy famoso.

—¡Cállate ya maldito asesino y duérmete, esto es un hospital psiquiátrico no un hotel!

Fin.

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