8/1/2018
Antes de llegar a verte me digo -mientras manejo en silencio y con la mirada enojada- que después de hoy voy a soltarte. Y no es que estés enterada de que imaginariamente me siento sosteniéndote ya de un solo dedo (quizás el índice) y poco a poco siento que vas resbalando.
Ciertos momentos aprieto fuerte, para sostenerte por más tiempo, para ver si de casualidad, más allá de voltear al abismo, volteas a verme a los ojos y te das cuenta de cómo y cuánto es que te quiero; de que te quiero en el más puro sentido del ansia, del poseerte, tenerte, llamarte "mía". Y que te quiero cuando reconozco las heridas que aún no te cierran y los miedos que no me cuentas pero que a veces se te asoman cuando -vulnerable- te quedas en mis brazos; te quiero con esa alma, te quiero así nada más.
Me molesto cuando estaciono, y me quedo apretando el volante fuertemente para calmar mis nervios, porque sé que antes de verte mi seguridad es recia, pero sé también que luego de que me abras la puerta y me abraces (donde quizás aspiraré profundo para olerte), la mitad de la dignidad construida se caerá como terrones de arena.
Te ignoro tanto como me ignoras tú, es decir que todo lo que me comprende, todas las letras que me hacen ser yo, cada línea, cada demonio, cada alegría, cada parte de mí te es casi tan desconocida como lo es cada parte tuya para mí.
Me gustaría decirte tanto, pero temo quedar como la idiota -para no perder la costumbre- cuando tú siempre dices tan poco. Esta disyuntiva me tiene rondando la cabeza desde hace algunos días, confieso; que no sé si debo ya rendirme y quedarme con lo que me ofreces sin exigir más y por ende darte las partes de mí que únicamente mereces o hurgar en los rincones de mi alma por las últimas piezas de optimismo que creo que todavía me quedan... por esas últimas ganas de paciencia. Al bajar del coche me dejo el suéter en el asiento de atrás, pero me visto con hielo; incluso cuando me abrazas y te huelo, incluso cuando te escucho y te veo sonreír, cuando andas de aquí para allá y te observo, incluso entonces no siento mucho.
Y me agradezco el hechizo que me he puesto. Más luego la magia se acaba y me descubro sonriéndote con los ojos cuando estás contenta -cosa que, como siempre, ignoras- y me aprendo tu perfil y la forma de tus labios, y tus manos, tu cuello y el escote. Me aprendo el color de tu cabello y la forma de tu cuerpo, por si, de pura casualidad, no vuelva a verte por decisión propia.
Y es que, pese a todo, dudo mucho que a ti te den ganas de aprenderme; suspiro, y es que quizás sí me vaya. Y si me voy, no es porque te quiera menos. Ojalá, ojalá te dieras cuenta cómo te veo. Y ojalá, en algún momento de ese soltarte y no soltarte, fueras tú quien alzara su mano para alcanzarme.