VI

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Abrí los ojos desesperado, agarrando aire con dificultad, intentando respirar aun cuando mis pulmones se negaban a moverse. Antes de que pudiese inhalar, aunque fuese un poco de oxígeno, un ataque de tos me sacudió, sentí la sangre arrastrándose por mi garganta, escalando hasta mi cavidad bucal y terminando en la piel blanquecina de mi mano, la que sostenía firmemente contra mis labios.

Me incorporé en la cama, tratando de encontrar una posición adecuada para poder respirar y en cuanto estuve sentado logré inhalar la cantidad de aire que necesitaba para no morirme ahogado. Otro borbotón de sangre fue a parar en mis manos cuando volví a toser, un dolor desgarrador que me quemó los pulmones y hasta me humedeció los ojos.

En cuanto apoyé mis pies en el suelo de madera de la habitación, el mundo giró a mi alrededor y tuve que apoyar todo mi cuerpo en la pared contigua para no desplomarme. Hoy mi sistema estaba más cansado que nunca, jamás me sentí tan enfermo.

Sujetándome de la pared como podía, me dirigí al baño con la intención de enjuagarme la boca, pues el sabor a sangre me estaba provocando náuseas.

Me miré en el espejo, podía ver mi rostro cada vez más demacrado, la enfermedad haciendo mella en mis facciones a pasos agigantados.

Estaba muriendo.

Tosí nuevamente y terminé vomitando en el lavabo, el que se tiñó de rojo por culpa de la sangre. La vista me falló, las piernas me temblaron y tuve que afirmarme del mueble para no caer de rodillas en el suelo.

—Kisame... —llamé a mi amigo con el tono de voz más alto que pude articular. Sin embargo, la vibración de mis cuerdas vocales fue peor para mi estado miserable y otra gran cantidad de sangre fue expulsada por mi tráquea.

No demoré en escuchar cómo se levantaba y caminaba hacia el baño. Yo me obligué a seguir de pie, sintiendo como el líquido sanguinolento me inundaba con su sabor metálico repugnante.

Kisame abrió la puerta y yo lo miré por lo bajo, sudaba.

—Estás lleno de sangre —musitó acercándose y sujetándome por la cintura.

Apoyé mi nuca en su hombro y elevé la cabeza para poder mirar el espejo. A lo primero que le presté atención fue al reflejo de Kisame, sus manos me rodeaban el torso y me mantenían de pie, pues ya tenía las piernas completamente inútiles. Sus ojos se veían preocupados y me sostenía con delicadeza, como si fuese un trozo de porcelana, como si mi cuerpo fuese una piedra preciosa que tenía que cuidar a toda costa.

Luego miré mi propio reflejo, mi piel estaba tan pálida que casi parecía transparente, tenía los labios llenos de ese líquido carmesí que ya estaba tan acostumbrado a ver, se deslizaba por mi mentón y estilaba en mi cuello. Hasta algunos mechones de mi pelo oscuro estaban cubiertos de sangre.

Me veía desastroso.

—Quiero acostarme —murmuré con las pocas energías que me quedaban.

Kisame asintió y como si fuese lo más liviano del mundo me cogió en brazos. En condiciones normales, me quejaría o me avergonzaría estar tan débil, pero no podía moverme, me sentía demasiado mal. Apoyé la frente en su pecho y hundí la nariz en la tela de su camiseta.

Me dejó recostado en mi cama, temí que la sangre que me empapaba el pelo ensuciara las sábanas blancas del hostal en el que estábamos, pero no me importó, el cansancio me vencía y dejé caer mis párpados en cuanto mi cabeza tocó la almohada.

—¿Te vas a poner bien? —preguntó Kisame y yo entreabrí los ojos con un intento de mueca burlona. Él abrió la boca para disculparse, dándose un golpe en la frente y yo no pude evitar soltar una pequeña risita—. Lo siento...

Amaterasu | KisaItaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora