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Mi mente navegaba en sueños tranquilos, en los típicos recuerdos que solían aparecer frente a mis ojos, pero no con una connotación negativa ni dolorosa, solo era paz. Un alivio amigable extendiéndose por mi pecho y por mi alma, otorgándome esa calma que tanto deseé y extrañé.

Esa serenidad que había perdido, la que perdí cuando Shisui murió.

Extrañado, entreabrí mis párpados y al contrario de lo que imaginé, no me encontré ni con el paisaje de la ventana, ni con la pared de madera de la habitación que habíamos arrendado. Lo primero que mis ojos vieron fue la tela azul violácea de una camiseta, unas manos me sujetaban de la cintura y el aroma que ingresó a mis fosas nasales me hicieron reconocer rápidamente al dueño de aquel cuerpo.

Era Kisame.

Los recuerdos de la noche anterior aparecían como una película mal reproducida ante mi mirada, no sabía exactamente qué había pasado en las últimas horas que pasé despierto pues realmente me sentía muy mal y me dormí sin siquiera entender dónde y con quién estaba.

Claramente mis inhibiciones ante mis deseos de contacto humano desaparecieron, porque estaba seguro de que Kisame no me abrazaría de esta forma si yo no se lo pedía antes.

Intenté forzarme a recordar qué demonios había hablado con Kisame y cuando mi cerebro logró traer la información a mi cabeza se me revolvió el estómago. Entendí por qué mi mente estúpida se sentía tranquila, tal como en los viejos tiempos.

De una forma muy retorcida y extraña había terminado confundiendo a Kisame con Shisui, le pedí que se acostara conmigo y que me abrazara, lo cual sorprendentemente él hizo a pesar de mi vergonzosa confusión.

Había metido la pata y la había metido hasta el fondo.

Observé a mi acompañante que seguía dormido; con mis manos quité las suyas que se mantenían firmemente agarradas a mi cuerpo y finalmente salí del escondrijo cálido donde había pasado las tinieblas. Pasé de largo toda la noche, por la posición del sol calculaba que había dormido más de ocho horas y eso no ocurría hace muchísimo tiempo. Las pesadillas solían atormentarme y era incapaz de pegar ojo sin asustarme por su culpa.

Decidí poner agua a calentar para preparar dos tazas de té, como forma de agradecimiento con mi amigo por contenerme en esos momentos de tristeza desbordada. Cuando ya estuvieron listas, sujeté una en cada mano y me senté a su lado en la cama.

—Buenos días —murmuró cuando sintió mi peso a su lado.

—Hola —saludé en un susurro, me daba vergüenza pensar en lo de anoche—, ten.

Le ofrecía la taza de té verde y él se incorporó, recibiéndola entre sus manos, me estudió unos segundos y luego me sonrió.

—Gracias, Ita —expresó y luego agregó—: ¿Cómo te sientes? ¿Ya no tienes fiebre?

—No... —musité—. Ya me siento bien.

—Eso es bueno —comentó dándole un sorbo al brebaje, yo lo imité.

Nos quedamos ahí, bebiendo en un silencio que a mí me parecía incómodo, quizás porque me sentía mal por haberle cambiado el nombre en una situación bastante comprometedora. Hace unos pocos minutos llegué a la conclusión de que había aceptado mis insinuaciones erradas porque sentía algo por mí, no había vuelta que darle y de ser ese el caso, me sentía culpable y necesitaba decírselo.

—Kisame —lo llamé.

—¿Qué pasa, Ita? —Respiré hondo y lo miré por lo bajo.

—Lo siento —Su rostro se entristeció y a mí se me encogió el corazón, odiaba este sentimiento asqueroso de culpa, me sentía pésimo.

Amaterasu | KisaItaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora