El sol brillaba cálidamente, iluminando el parque en algún lugar remoto de Virginia. No tardaría en comenzar a ocultarse, para finalizar su trabajo y permitirle a la luna hacer el suyo. Los niños que correteaban por el parque luego de salir del colegio, ahora se marchaban a sus hogares. Y al igual que ellos, las aves habían comenzado a llegar a sus nidos, dónde la brisa las acariciaría de manera delicada, haciendo revolotear de paso las hojas en un suave vaivén capaz de arrullar a un infante.
En una de las ramas de un viejo árbol se encontraba Ian, un joven escuálido, de ojos saltones y mirada pérdida. Solía frecuentar el parque diariamente y siempre se sentaba en la misma rama, en el mismo árbol. Nunca venía acompañado, tampoco venía a otra hora. Llegaba cuando su cabeza más ruidosa estaba, que usualmente era cuando el astro comenzaba a descender. Una vez se marchaba, todo lo malo se iba con el.
No era de mucha importancia el clima, para él todo era lo mismo. No cambiaba su vestimenta por un exceso de sol o una poca de lluvia. Usualmente vestía pantalones de mezclilla con una desaliñada camisa debajo de algún abrigo y sus viejas converses. A veces traía sus rizos alborotados en la coronilla de su cabeza, otras veces los traía aplastados debajo de una gorra, pero siempre se veía igual.
Entre sus huesudos y largos dedos traía un cigarrillo, cuya caja correspondiente guardaba en los bolsillos de su abrigo. Él no fumaba, nunca lo había hecho. La verdad, es que ni siquiera toleraba el olor que desprendían estos al hacer contacto con el fuego. Pero mucho más le aborrecía ese humo invisible que se quedaba adherido a todo; la piel, el cabello, la ropa e incluso los muebles. En fin, todo en aquella delgada hoja de papel en forma de cilindro le parecía repulsivo y dañino.
Por tercera vez en la noche Ian revisó el reloj que envolvía su muñeca izquierda, el cual anunciaba que la noche estaba por comenzar. No era necesario mencionar que estaba un poco ansioso y su desesperación cada vez era más notoria. La paciencia no entraba en la lista de sus virtudes, pues Ian odiaba esperar. Sin embargo, aquí estaba esperando, ¡y con un cigarrillo en la mano! Gran ironía la vivía el chico.
–Ian, ¿piensas darle un buen uso a ese cigarrillo? –el castaño bajó la vista, y una sonrisa le iluminó el rostro al ver a su pelirosa amiga.
–La brisa hoy está fresca, sube –le lanzó la caja de cigarrillos que guardaba en su bolsillo y está la atrapó en el aire con agilidad.
Y si en algún momento te cuestionaste cómo fue que Ian acabó envuelto en las garras de la ironía, aquí acabas de obtener tu respuesta. Él podía odiar con cada célula de su cuerpo los cigarrillos, sin embargo, por Alissa era capaz de hacer las pases con ellos. Y por ella también era capaz de esperar toda la noche. Era ella la única capaz de reprimir los disgustos del castaño, la única capaz de callar la molestas voces que se adueñaban de los pensamientos de Ian. Curiosamente él era el único capaz de ayudarla también.
Eran esos cigarrillos, mezclados con la necesidad ser alguien, la única conexión entre ellos. Mientras él le diera cigarrillos, ella se quedaría con él hasta que la madre del castaño llegara a buscarlo al parque. Era una amistad peculiar, pero muy necesaria para Ian. Le gustaba pensar que mientras estuviera cerca de Alissa, todo estaría bien.
Pero en el fondo, él sabía que no era cierto. Mientras él permaneciera con Alissa, nada iba a estar bien.
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She
Short StoryEl amor es un lenguaje universal, es compromiso, lealtad, esperanza, y muchas cosas más. No se necesitan palabras para hablarlo, puedes sentirlo con tus cinco sentidos; en un roce, una mirada, una fragancia, una risa o un beso. Entre experiencias y...