Capítulo 2

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Capítulo 2. El pequeño corderito

Sentí frío en la puntas de los pies, abrí los ojos y me erguí sobre la cama. Todavía era de noche. Me incliné hacia el borde de la cama, y coloqué torpemente la manta sobre mis pies. Cuando volví a esconderme en la calidez de aquella gruesa tela, alcancé a escuchar un pequeño pero muy escalofriante gemido animal. Asustada, me oculté bajo la manta, creyendo que así no volvería a escuchar nada más. Pero no sucedió como creí; volví a escuchar un gemido de dolor. Algo pasaba fuera. Observé a mi lado, la cama de Mikayla estaba vacía. Quedé inmóvil, sorprendida, y a la vez todavía muy asustada.

No podía parar de preguntarme por qué Mikayla había desaparecido sin decirme nada. A ella no le daba miedo la oscuridad, pero aquello era demasiado extraño.

Entonces, me armé de valor y decidí salir de la habitación en busca de la pelirroja. Cuando me encontré frente la puerta de la entrada, por un momento vacilé, temerosa ante lo que podría esperarme en el exterior. Mis manos temblaban, y sentía mi corazón golpear con fuerza mi pecho.

Al fin me atreví a abrir aquella puerta y abandonar la casa. Alcé la vista hacia el cielo; la luna brillaba poderosamente sobre mí, teñida de un rojo espeluznante. Sentí miedo, me encontraba sola en aquel lugar. Rápidamente, me encaminé hacia la parte trasera del jardín que rodeaba la casa. Y de pronto, volví a escuchar aquel desgarrador sonido.

Todo cobró sentido; el pequeño corderito de la abuela.

Caminé apresuradamente hacia el gallinero en el que —supuestamente— se encontraba el animalito. Pero antes de que pudiera alcanzar el final del camino, una terrorífica imagen se proyectó ante mis ojos; el diminuto cuerpo del corderito yacía tendido sobre el suelo, probablemente sin vida, envuelto en un charco de sangre.

Sentí mi respiración atragantarse en mi garganta y mi cuerpo petrificarse en el lugar.

Fue entonces, cuando una figura apareció de entre las sombras. Parecía un hombre joven, vestía totalmente de negro, casi mimetizándose con la noche. Sus manos estaban ensangrentadas, y su boca también. No fui capaz de distinguir su rostro completamente, pues una inexplicable niebla se interponía entre sus ojos y los míos.

Presa del miedo, retrocedí, con tan mala suerte, que tropecé y caí al suelo. Cuando traté de levantarme, no pude; el cuerpo me pesaba, como si no tuviera fuerza alguna.

Entré en pánico.

Me arrastré por el suelo, huyendo de aquella escena, y algo rasguñó la palma de mi mano. Cuando la alcé ante mis ojos, vi sangre.

Entonces grité.

Me levanté de golpe, respirando de manera agitada, sintiendo mi corazón bombear frenético. Observé a mi alrededor, estaba en Londres, aquello tan sola había sido una pesadilla. La misma pesadilla de siempre. Mis ojos cayeron en la palma de mi mano; la cicatriz permanecía intacta. No conseguía recordar los detalles de aquella noche, era como si alguien hubiese borrado la mayor parte de mis recuerdos.

El día había amanecido lluvioso, el cielo tintado por un triste y frío gris; una deprimente acuarela de nubes oscuras. Hacía frío, quizás un poco más de lo habitual. Era otoño, el pronóstico no contemplaba demasiados rayos de sol en aquella ciudad.

(...)

Caminé apresuradamente bajo las primeras gotas de lluvia, llegaba tarde al conservatorio. Debía darme prisa, o de lo contrario, perdería el bus hacia Kensington. Por el camino, noté mi teléfono móvil vibrar en el bolsillo de mi abrigo. Lo tomé y rápidamente lo desbloqueé; era un mensaje de Tom. Entonces, justo antes de que pudiera levantar la cabeza y volver la vista al frente, choqué con alguien. Al instante caí al suelo de una muy ridícula; literalmente de culo.

Pájaros de cristal |n.h au| Vol IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora