Introducción

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[1848]


La lluvia, estrepitosa, intensa, cae sin piedad, mojando sus ropas que se le pegan al cuerpo, arrebatándole el poco calor en la helada noche. Corre, trastabillando ante el fuerte dolor que causan las heridas, algunas todavía sangrantes, sobre todo en sus brazos y piernas. Éstas últimas no soportan más, ceden bajo su propio peso haciéndolo caer aparatosamente al frío lodo. Sus lamentos llenos de frustración son ahogados con los truenos que surcan el vasto manto estelar.


Por un momento pierde la esperanza, por un momento, cree que la muerte es la mejor opción, por un momento... recuerda el sinfín de personas que dependen de él, de lo que puede hacer, de lo que representa, de la fuerza y determinación que le caracterizan. Golpetea el piso con ambos puños. Luego, al ser incapaz de levantarse, opta por avanzar así. Usando rodillas y manos se arrastra por el fango hasta alcanzar su objetivo.


La gran estructura de una casa se muestra ante él. Un pulcro blanco es lo que predomina en la fachada de madera, ventanales adornados con finas cortinas impiden la vista a los curiosos, dejando sólo a la imaginación la ostentosa vida que hay detrás. Justo en la puerta está el dueño. Mantiene los brazos cruzados sobre el pecho, la espalda recta, la cabeza erguida. Los peculiares ojos de escleróticas negras, iris azul y blancas pupilas, se posan en el tembloroso cuerpo postrado sobre la entrada.


Que lastimero luce la representación del país vecino. La habitual sonrisa, junto al amable rostro son sustituidos por una mueca de dolor. Los hermosos ojos en color dorado no dejan de derramar lágrimas que se confunden gracias a las gotas de lluvia. Estados Unidos no puede evitar torcer la boca con desdén, a su vez, resopla, está por dar media vuelta, pero lo escucha.


—Por favor —susurra el recién llegado desde su posición—, por favor, no lo hagas —suplica.


—México, está hecho —Se recarga sobre el marco de la puerta— Sólo vete y terminemos con esto.


Aquellas palabras logran causar aún más dolor en el pobre país, tanto, que se dobla mientras hace un intento por no desmayarse ahí mismo. Incluso en la distancia puede sentirlo. La agonía de su gente, familias enteras sometidas, separadas, lamentando la perdida tras la cruel batalla.


—Al menos déjame conservar a mis hijos y a mi pueblo —Usando la poca fuerza de voluntad que le queda, logra apoyarse con las manos para alzar la cabeza y mirarlo ante su última petición.


—¿Hijos? ¿Tu pueblo? —repite con burla— No son tus hijos, son estados y ahora pertenecen a América —ríe con amargura— y créeme, tu gente estará mejor conmigo —Parece cruel, pero para él es una realidad o al menos eso es lo que su propio gobierno le ha hecho creer. El mexicano, de nuevo, se retuerce del malestar que le está causando a su cuerpo la separación en su territorio.


—Por favor —vuelve a decir, entre hipos— muestra, aunque sea un poco de misericordia —El anglosajón pierde la poca paciencia que posee.


—¿Disculpa? ¿Acaso no soy misericordioso? —carraspea— ¡Podría tomarlo todo, pero te estoy dejando conservar la mitad! —Cruzan miradas y, por un instante, el pensamiento de que tal vez no está haciendo lo correcto pasa por su mente. Tan rápido como llega, lo desecha. Su gobierno no le mentiría—. Vete de aquí, no tenemos nada más que hablar.

Only wolves rush inDonde viven las historias. Descúbrelo ahora