«Existen dos cosas muy importantes en el mundo: una es el sexo, de la otra no me acuerdo»
Woody Allen
Día
Gladys se apresuró aunque aún le quedaba tiempo. Eran las siete treinta de una mañana calurosa de domingo. Si bien tenía por costumbre salir un poco antes de su casa, allá por el barrio Quiroga, se había entretenido por demás observando la escena que se desarrollaba como otras mañanas frente a su ventana.
Allí, cruzando el pequeño patio de la tranquila casa familiar, un grupo de obreros de acento quizá paraguayos, tal vez boliviano, se encontraba construyendo un nuevo complejo de hoteles para alguna famosa compañía que con toda certeza en un par de años sería vendida a otra más grande.
Puede que los trabajadores se encontrasen en alguna situación de precarización o algo parecido, pues Gladys había descubierto que tenian por costumbre cambiarse sus ropas normales por las de trabajo allí mismo, al pleno aire libre del terreno en construcción que justo quedaba frente a su ventana.
Recién despierta y en una mirada casual la sorprendió así la vista de unos tres cuerpos de hombres, quienes charlaban animadamente mientras se quitaban sus remeras y dejaban al descubierto un abdomen firme, un pecho amplio, protector, no el fruto de un ejercicio orientado al hedonismo sino el más puro resultado del trabajo duro sobre los cuerpos.
Sin querer evitar su curiosidad y usando una vista que a sus treinta y ocho años permanecía en excelentes condiciones, la mujer recorrió unos brazos fuertes, de pieles morenas por efecto de constantes horas bajo el sol. Brazos en los que las líneas de las venas podían seguirse, y así lo hizo llevada por un curioso calor en su vientre, hasta encontrar las manos que sujetaban otras prendas, que intercambiaban saludos animados con los que llegaban recientemente. Manos en las que intuyó más que ver esos relieves de venas abultadas, de tendones firmes que estaban acostumbrados a soportar arduos trabajos manuales.
Uno de los hombres se dio la vuelta y como si fuera un destello que captaba su atención Gladys observó una espalda fornida. Una cintura ancha, sólida, los hombros firmes de aquel desconocido.
El recuerdo la estremeció ahora, que ya no se encontraba en aquel lugar sino que buscaba un taxi para llevarla a su destino.
Frente a ella un hombre de negocios, un muchacho joven que no aparentaba más de veinte y pocos años, pero vestía traje como si precisamente en aparentar se le fuera la vida, consultaba su reloj y movía el pie delatando su ansiedad.
Gladys se quedó viendo con disimulo el cabello corto y bien peinado del chico. El pensar en él como en un chico se le antojó incluso extraño. "Podrías ser su madre" pensó. "O su amante" susurró una voz que no pudo negar como suya. Sonrió.
La corbata tan propia de una formalidad que no sentaba bien a los hombre de esa juventud. El saco abrochado que ocultaba una camisa con toda seguridad entre los pantalones. Y al pensar en esos pantalones no pudo evitar pensar en sus propias manos desabrochandolos. Ella frente a él, que con manos torpes no sabría bien donde tocar. Bajandolos de un tirón, quitandoselos junto a la ropa interior y empujándolo entonces no contra una cama sino contra una pared.
Colocándose entonces de rodillas y saludando a su pene con una lamida seguida de algunos besos. Atenta al momento en que el quisiera sujetarle la cabeza para apartarle las manos. ¿Y si antes las ataba con esa ridícula corbata tan ajustada que llevaba?
Ese muchachito que podría ser un juguete en sus manos experimentadas, entre sus piernas deseosas de sentir algo que hacia tiempo no sentía.
Mientras imaginaba su mano se movió por reflejo y paró un taxi. Se concentró en el momento. Subió y dio su dirección. Esas peculiares imaginaciones se le habian esfumado apenas el vehículo se puso en marcha. El sol de la mañana calentaba entrando por la ventana y agradeció la comodidad que le ofrecía ante ese panorama su vestido y la sencilla camisa de seda que llevaba.
El hombre del taxi manejaba silencioso, la ciudad estaba en ese periodo de calma antes de la tormenta. Por el retrovisor cruzaron algunas miradas más ninguna palabra. La música encendida de la radio todavía sin programación hablaba de alguna fiesta o baile o algo por estilo. De nuevo cruzaron miradas. Gladys la desvió pero sintió que por unos momentos la de aquel hombre permaneció clavada en ella. Colocó una de sus piernas sobre la otra. El vestido se levantó un poco y dejó a la vista sus muslos preciosos, firmes, su mayor orgullo. ¿Sintió, o imaginó un cambió en la respiración de aquel hombre?
Se trataba de alguien mayor, sin dudas. Un par de años más grande que ella a juzgar por el pelo cano, por los contornos que adivinaba de su rostro. Pero los ojos con que se encontró en el retrovisor anunciaban un fuego que ardía dentro de un hombre que habria vivido muchas cosas sin lugar a dudas.
Pensó por un momento qué pasaría si ella abría sus piernas entonces. Enseñando al retrovisor espía quizá un poco del violeta de su ropa interior. ¿Y si el hombre tomaba por otras calles y se alejaba con ella, lo consentiría? Jamás lo había hecho en el asiento de un coche, menos de un taxi, y al pensar en eso sintió como sus muslos más se hundían en los mullidos asientos. Pensó en su cuerpo recostado allí, incómodo pero... pero caliente. La piel al contacto con esa otra piel, esa que pertenecía a un completo desconocido de mirada cautivadora, un desconocido a conocer, a descubrir en sus labios la curiosidad de un beso por su cuello mientras manos expertas le desabrochaban la camisa y levantaban el sostén para dejar al descubierto sus pechos que sin duda alguna besaría, sostendría apenas con los labios en un clásico ejercicio de succión y seguido por lamidas lentas.
¿Llevaría condones en el taxi? ¿Qué haría sin ellos cuando él le metiera las manos bajo su falda y le quitara la ropa interior? Cuando sintiendo su erección a través de los pantalones ella misma insistiera en quitárselos mientras levantaba su vestido.
¡Sería penetrada por un desconocido allí en plena calle! ¡A la luz del día!
Más su fantasía se vio interrumpida por lo único que podía cortar aquella imagen tan deseable, vergonzosa y a la vez ardiente. Había llegado a su destino.
Pagó el viaje, se despidió con amabilidad y al alejarse del vehículo sintió en su espalda la mirada que una última vez la recorría.
Consultó la hora, iba bien. Los primeros ya estaban llegando y ella se sumaría a su paso lento. Por allá estaba Ramon, el marido de Eloisa. Algunos años atrás se había hecho público un video en que se lo veía hacer un uso magistral de una verga muy decente en tamaño y grosor. En cuanto lo vio lo saludó con la mano y una sonrisa. Luego se alisó el cabello pasando su mano despacio y a paso firme se encaminó hacia las puertas abiertas de aquella iglesia.
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Los rostros de Afrodita
Romance¿Por qué reprimir lo que solo hace bien? ¿Por qué no disfrutar los placeres que en esta vida tenemos? En esas premisas se encuentran enmarcadas varias de las historias presentadas en este compendio de cuentos cortos y relatos acerca de personas que...