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𝑇𝒉𝑒 𝐹𝑖𝑟𝑠𝑡 𝐷𝑎𝑦

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A Rocktown se la reconocía por diversas acepciones, excepto, por la palabra excelencia. La escuela, fundada alrededor de 1965, no era más que una institución grande, corriente y sombría; casi tacirtuna, al punto de metamorfosearse en un acabado insecto de aspecto deplorable. A pesar de que, constantemente, el personal limpiaba y pintaba los compartimientos, de alguna u otra manera extraña, se las arreglaba para poblarse de suciedad, y matar los colores vivos de las pinturas frescas al resucitarlos en tonos grisáceos llenos de humedad.

Rocktown seguía en pie gracias a las notas altas de los cerebritos. Pero si fuera por calidad y no cantidad, hace décadas hubiera sido clausurada. Cerrada por la inopia mental que presentaba cada egresado anual. El rendimiento académico de sus estudiantes estaba al nivel del desastre total, pendiendo de un hilo muy delgado.

Aprobar allí era muy fácil. Si los reportes sobrepasaban el cuatro y medio los estudiantes eran afortunados, porque con esa nota que bordeaba el aplazo y un poco de soborno al Ministerio de Educación, conducirían directo a una universidad pública de baja categoría.

En este particular centro educativo, ingresaban una amplia gama de marginados mentales, físicos y emocionales. Lo único rescatable es que poseía, al menos, unas pequeñas canchas deportivas y un salón mediano de artes.

Había pasado la mitad del primer semestre, trayendo los días finales de noviembre, el principio del invierno y el comienzo de la semana de examenes.

Algunos jóvenes merodeban los pasillos con cierta actitud ansiosa, provocada por las notas que recibirían de las evaluaciones. Por lo que estudiaban sin cesar y se quemaban las pestañas repasando el material aprendido con anterioridad. Otros, simplemente, se distraían con banalidades, sabiendo que tenían miles de oportunidades para aprobar las asignaturas. Una verdadera irresponsabilidad, pero, no les importaba a aquellos que sólo querían entablar relaciones socio-afectivas y enfocarse en cosas de sus intereses.

Y Michael Mckagan, alias Duff, ejemplificaba a la perfección lo último. La cantidad de amigos que poseía era casi equivalente a las materias que reprobaría. Sin embargo, a él le gustaba manejarse de ese modo.

Un blondo teñido, alto -superior al metro ochenta- , de contextura delgada y ojos verdes pardos. Un ser extrovertido de dotes carismáticos e imagen llamativa. Tal es así que medio colegio lo conocía y había charlado un poco con el rubio.

Falsedad dirían los envidiosos, tener personalidad contestaría Duff mostrando una sonrisa marfil.

No obstante, él no necesitaba poseer múltiples amistades, ya que se conformaba solo con sus tres amigos fieles: Slash, Steven y Tommy, quienes lo acompañaban en todo momento. Desde el inicio de clases hasta el horario de salida. Ellos eran el grupo de boletines regulares y jugarretas inofensivas. Iban a la escuela solo a divertirse, a hablar de estupideces y a practicar guitarra, bajo y bateria en la sala de música. Quizás también, a ligar con muchas "chicas".

Si llegar tarde era un don, entonces Duff fue bendecido. Veinticinco minutos atrasado ¡Genial! Probablemente la profesora de literatura le tacharía el presente. ¡Maldita sea! Encima tenía un examen oral y no había estudiado un carajo.

¿Lo bueno detrás de toda esta irresponsabilidad? Su labia. Su labia experta que le permitía fingir, pasar desapercibido y parecer alguien con mucho conocimiento.

Una piedra. Una piedra bastarda lo habia hecho resbalar y caer arrodillado, por lo que, para evitar la caída completa, tuvo que apoyar sus manos en el suelo. Sus kilométricas piernas, dignas de una jirafa, se enredaron entre sí antes de realizar dicha acción. Las partes donde se alojan las rodillas en sus negros jeans, se desgarraron, exponiendo moretones y un enorme halo de sangre en la del lado izquierdo. Sus manos estaban rojas, un tanto ásperas y cubiertas de piel muerta transparente. Se levantó rengueando, maldiciendo, calmándose. Le quedaban tres cuadras para finalizar el recorrido al dichoso colegio.